IGNACIO VARELA-El Confidencial
- El mejor servicio que don Juan Carlos puede prestar hoy es poner fin a su estancia en Abu Dabi y regresar inmediatamente para hacerse cargo de la situación en que se encuentra
La decisión de abandonar el país y la forma de hacerla pública fueron fruto de un difícil pacto entre Felipe VI y Juan Carlos I, en el que lo institucional se mezcló inevitablemente con lo personal. La elección de Abu Dabi para instalarse fue unilateral y, en opinión de muchos, escasamente leal al espíritu del acuerdo entre ambos monarcas. No es aventurado suponer que Felipe VI habría preferido otro destino, aunque respetó la opción de su padre porque ello formaba parte de las condiciones del pacto.
Hasta aquel momento, solo había un escándalo mediático y social por los regalos millonarios recibidos por el rey Juan Carlos y el supuesto tráfico de dinero y favores recíprocos entre él y su amante de la última época. Nada de ello se desmintió: simplemente, se subrayó la inoperancia jurídica de los hechos por haberse producido cuando su protagonista estaba amparado por la inviolabilidad constitucional. No hubo fuga, como pretendieron los partidos destituyentes. En todo caso, un alejamiento polémico, acompañado del compromiso público de permanecer a disposición del Ministerio Fiscal.
Durante estos meses, se han albergado dudas y temores sobre la posible aparición de nuevos hechos comprometedores que, además, ya no estarían cubiertos por la inviolabilidad y, por tanto, sí serían jurídicamente relevantes. Eso es lo que acaba de suceder, y ello cambia radicalmente la situación.
La fiscal general del Estado tendrá que explicar por qué ha tenido que producirse una filtración periodística para que ella dé a conocer una investigación en marcha desde hace meses y ordene que las diligencias pasen a la Fiscalía del Tribunal Supremo. Si esta es la competente para conducir la investigación por su condición de aforado, lo sería desde el primer momento, sin necesidad de esperar a que un periódico la destape.
Lo cierto es que la Fiscalía no solo parece convencida de que el comportamiento de don Juan Carlos antes de 2014 merecería reprobación jurídica de no ser por la inviolabilidad; además, ha visto indicios de hechos presuntamente delictivos, relacionados con el manejo de abundantes cantidades de “dinero sucio” hasta cuatro años después de su abdicación. Indicios suficientemente sólidos para encargar una investigación en toda regla que, esta vez sí, podría desembocar en la imputación y posterior procesamiento del anterior jefe del Estado.
Formalmente, nada obligaría en este momento a don Juan Carlos a regresar a España. Pero la ética, la estética y la responsabilidad lo hacen perentorio. No es socialmente aceptable que permanezca en Abu Dabi mientras la Fiscalía lo investiga por posibles delitos graves. Su deber es presentarse inmediatamente en España, colaborar sin reserva alguna con la investigación, asumir en persona la carga jurídica y política de la situación creada y ayudar a neutralizar los intentos de aprovechar el lío para desestabilizar la institución —y con ella, la Constitución misma—. Si ello sería exigible en cualquier circunstancia, lo es en grado sumo en el periodo crítico que atraviesa el país.
España está al borde del colapso. La pandemia arrecia y es cuestión de días que la población se vea de nuevo confinada en sus domicilios. La ruina económica de familias y empresas es ya más que una amenaza. Solo la compra masiva de deuda española por parte del Banco Central Europeo —algo que no podrá sostenerse durante mucho más tiempo— nos está salvando del rescate. El Estado de derecho recibe embates desde todos los flancos, empezando por el Gobierno. La convivencia política se ha hecho impracticable. Y la oleada de la cólera social no ha hecho más que asomar: los disturbios del pasado fin de semana son apenas el aperitivo de lo que viene.
Añadir a todo ello una impugnación masiva de la monarquía, que convierta a esta en catalizador simbólico de todos los malestares y frustraciones, resultaría suicida. Muy pronto empezaremos a escuchar que es imposible que Felipe VI desconociera los manejos económicos de su padre. Hay un banquillo político preparado desde hace tiempo para sentar en él y ajusticiar públicamente al actual jefe del Estado. Algunos de los carpinteros de ese cadalso se sientan en el Consejo de Ministros, y cuentan con la tolerancia pasiva de quien lo preside. El Rey no puede defenderse por sí mismo y pocos son los dispuestos a hacerlo (desde luego, no su Gobierno). Pero entre ellos debería estar su padre, aunque solo sea por la parte de culpa que le toca.
Quizás el rey Juan Carlos creyó en su momento que se había ganado el derecho de disponer libremente de su vida, sin sujetarse a restricción alguna. Si fue así, se equivocó gravemente y alguien debió hacérselo ver a tiempo. Lo hecho, hecho está; pero ahora no puede seguir prevaleciendo su conveniencia personal. Cada día que pase con una investigación judicial en marcha, una ofensiva política contra el Rey actual y él refugiado en los Emiratos Árabes (sin que se haya clarificado quién y cómo financia esa estancia), lo convierte objetivamente en un factor añadido de desestabilización.
Ya poco puede hacer el Rey emérito para reparar el daño causado. Pero si en algo puede contribuir a ello, será en Madrid y no en Abu Dabi. No hay por qué esperar a que lo llame un fiscal: es él quien debe comparecer voluntariamente y cuanto antes. Lo que haya que contar, es preferible que lo cuente él a que lo hagan una aventurera o un policía corrupto. En este tramo final, solo le queda un camino digno: en inglés, se llama ‘full disclosure’. Por doloroso que resulte.