Regresión

ABC 2/12/12
EUGENIO TRÍAS SAGNIER,  FILÓSOFO 

«De repente, un amplio sector de la población se pone en manos del caudillo visionario, perdiendo toda perspectiva de presente y de futuro, desoyendo las voces que aconsejan prudencia y seny. Ese tan cacareado seny catalán deja paso al delirio»

COMO mostró Sigmund Freud en uno de sus más brillantes ensayos, Psicologíadelasmasas, la masa es masa enamorada. Para que esa patología alcance su máxima intensidad requiere un caudillo carismático, un personaje visionario que hable en una intencionada confusión de tiempos, mezclando el presente con el futuro que se promete, oponiendo a las miserias del día a día la belleza sublime de lo que se trae a presencia desde un futuro de incertidumbre.

El caudillo carismático carece de dudas; todo en él aparenta ser certeza, evidencia. Hasta el rostro, la mirada, las mandíbulas salientes, el cuerpo entero se ajusta a ese personaje que se va construyendo. Enuncia por activa y pasiva ser testigo y guía de un acontecimiento histórico para su país, el más grande en un milenio.

Entre figurar como el president de los recortes o su investidura como líder visionario ha elegido, con perturbada inteligencia, la segunda opción. Y ha comunicado su emoción, su pasión, su leyenda a un importante sector de su pueblo que le sigue a ciegas y a otro sector de indecisos que prefieren aparcar las dudas, secundando la apuesta heroica y la épica sublime de su caudillo.

Nunca como ahora reza el dicho de que entre lo sublime y lo ridículo hay sólo un paso. Introducir racionalidad en este delirio colectivo no es posible. Se ha rebasado la delicada franja de nuestra normalidad neurótica, de nuestras histerias y obsesiones, en dirección extraviada hacia una regresión psicótica. La que padece toda masa enamorada, conducida por un caudillo que sólo atiende a su imaginario ferviente.

Max Weber distinguía tres suertes de legitimación del poder de dominación: el tradicional, el carismático y el racional-burocrático. Lo propio de este último, lo que le emparenta con la modernidad, es su naturaleza des-encantada. La legitimidad la proporciona el propio funcionamiento racional, lejos de místicas de raza o tierra, o de comunicaciones con el más allá.

El poder racional-burocrático rompe el hechizo religioso del segundo estadio, el que surge de la irrupción de un liberador: Moisés, Mahoma, Zaratustra. O el de los nacionalismos emergentes decimonónicos (surgidos tras la descomposición de imperios: el turco, el austro-húngaro). O el que se produce, lleno de legitimidad, en los procesos de descolonización en Asia, en el Oriente Medio, en África.

Pero no es el caso de Cataluña, que apostó por las reglas de juego de la Constitución en hermandad con los principales partidos de la nación. Y que se comprometió a ser leal al Estado de las Autonomías, o a proponer reformas de la Constitución desde dentro del sistema vigente, salvaguarda de una democracia que ha permitido a los españoles vivir muchos años de paz civil y de prosperidad social.

Pero el caudillo visionario prefiere encarnar este papel —histórico, sublime— al de un modesto gestor de los desaguisados económicos del país (sus despilfarros, sus corrupciones) y la consiguiente ola de descontento por la situación crítica (huelgas, manifestaciones). Y en esa regresión del desencantado régimen racional, germen de una prometedora democracia, aparecen formas que creíamos orilladas debido a un error de óptica. Ingenuamente pensábamos que esta terrible crisis económica y social que padecemos tenía algo positivo: no dejar espacio, como sucedió en los años treinta, a totalitarismos emergentes, nacional-socialismo, comunismo estalinista.

De repente, un amplio sector de la población se pone en manos del caudillo visionario, perdiendo toda perspectiva de presente y de futuro, desoyendo las voces que aconsejan prudencia y seny. Ese tan cacareado seny catalán deja paso al delirio; la celebrada rauxa, a la regresión psicótica.

Y los que participan de la misma fe (en el caudillo; en el imaginario tribal que de este modo se construye) quieren formar una unidad indisoluble. Se constituyen comunidades de creyentes que aguardan el pentecostés de las esencias patrias, en un delirio esquizofrénico que sabe alternar la visión profética de Utopía con el atajo que pretende sortear una situación económica insostenible.

Aunque no se les haga demasiado caso en Moscú ni en Bruselas, porfían en su empeño. Y en lugar de apelar al sentido racional de la ética moderna, con su ecuación de libertad y responsabilidad, hacen dejación de ésta, en vista a la suprema liberación, la que el caudillo carismático propone y dispone.

Y para cerrar del mejor modo el círculo regresivo que erige ese nuevo Santuario donde se rinde culto al nacionalismo excluyente, se apela a la más perversa Teología Política, la de Carl Schmitt: la dialéctica entre el amigo y el enemigo, y la distinción entre el enemigo privado ( inimicus) y el hostes: aquél a quien es lícito declarar la guerra (el judío para el nuevo Estado alemán, el burgués para el totalitarismo estaliniano). El enemigo público es, para el nacionalismo que padecemos, España (o los españoles que no son catalanes; o el Estado español).

Sigmund Freud, si resucitase, podría elaborar el más certero ensayo sobre esa psicosis colectiva, de naturaleza regresiva, que consigue enajenar, de pronto, a un sector muy amplio de la población, ante el estupor y la perplejidad de quienes son interpelados como enemigospúblicos (el resto de los españoles y los muchos catalanes que no son nacionalistas).

El obvio cierre de filas ante un desafío —tan delirante como efectivo— es visto como «nacionalismo español». En la pleamar de este delirio llegan a oírse lejanos e inquietantes tambores de guerra, o aviones que parecen hacer siniestras maniobras.

Se fabula, se desea, se quiere que al Santuario Local se contraponga un viejo Estado-Nación en horas bajas. Se aprovecha de manera desleal las cuitas de ese Estado que proporcionó, ayer, pingües beneficios. A quienes fueron socios del partido gobernante en la Generalitat, en una primera singladura, se les esquina casi sin previo aviso e incluso se les somete a la urgencia de un chantaje.

El único remedio a toda esta pesadilla radica en la unión, mal que les pese, entre los partidos que establecen una tajante línea roja a la separación de una parte del Estado-Nación. No es aceptable el riesgo del corpsmorcellée ( Jaques Lacan), o del fantasma de la castración. Los mecanismos de represión y sublimación deben funcionar del mejor modo; en los pueblos lo mismo que en las personas y, desde luego, en el ordenamiento jurídico que regula el juego político en una democracia moderna.

Pertenezco a una generación que soñó con un estimulante y sugestivo proyecto de vida en común: la consolidación de una democracia en un país asolado por caciquismos, santuarios locales y atrasos seculares. Y que cerró la más cruel de las guerras con una dictadura de cuatro décadas.

Se orilló el analfabetismo, logró invertirse la proporción entre campo y ciudad. En los años setenta se inició un cambio histórico económico y social que culminó en una democracia, a través de una Monarquía Constitucional presidiendo el Estado de las Autonomías. La inviabilidad de los excesos de éstas no significa necesariamente su supresión. La unión hace la fuerza. La unión nos permitirá convivir con otros Estados-Nación en un proyecto europeo como máxima prioridad.