El Gobierno concluyó que frustrar el proceso negociador debilitó a ETA. Pero cabría objetar que el final de ésta pudo precipitarse aun más eludiendo la negociación. El episodio acabó con el protagonismo de Otegi –que no parece poder liderar la evolución de la izquierda abertzale- y de Eguiguren –que ya no podría encarnar una interlocución creíble–.
El ex presidente Felipe González ha mostrado públicamente sus dudas sobre si obró bien cuando en 1990 dijo no a la posibilidad de liquidar a los jefes de ETA reunidos en Francia. Sus declaraciones sólo se explican por la soberbia con la que un dirigente retirado refiere sus secretos, y por la espina que le quedó clavada al ver que la épica antiterrorista de los ‘años del plomo’ acabó ante los tribunales, poniendo así fin a cuatro mandatos consecutivos al frente del Gobierno, desde 1982 hasta 1996. La mera presunción de que hace veinte años alguien de la nómina del Estado español pudiera llevarse por delante a la cúpula etarra en territorio francés debió suscitar dudas al entonces presidente González.
Hoy ya no se sabe si el farol correspondió a quien supuestamente se lo propuso al presidente del Ejecutivo, o si es éste quien dos décadas después fabula con un relato imposible de verificar. Porque si admitimos que tal operación era factible, el propio Felipe González tendría que describirla con más detalle, dando cuenta de las consecuencias que podía acarrear semejante irrupción en Francia. Y si renunció a tal empresa debería precisar si se debió a consideraciones de orden moral, a su compromiso con la legalidad, a su respeto a la soberanía francesa, o a los incontrolables efectos de tan expeditiva decisión. Pero si las dudas que ahora le atosigan se refieren a qué hubiese sido mejor, en tanto que más efectivo, Felipe González debería reflexionar también sobre otras circunstancias que se dieron bajo su gobierno y que, por acción u omisión, contribuyeron a perpetuar el terrorismo: las negociaciones de Argel y los GAL.
Como toda negociación es un ejercicio de mutuo engaño, con anterioridad a 1990 los representantes del Gobierno quisieron enredar -y se enredaron- en largas conversaciones con Etxebeste sobre los cambios constitucionales que pudieran saciar el apetito etarra. Una disposición que solo podía envalentonar a quienes entonces mandaban en ETA, y hoy están encarcelados, que llegado el momento pusieron fin a aquella tregua. Volviendo a la evaluación ética que González parece realizar de sus propias decisiones o indecisiones en materia anti-terrorista, es evidente que la impune actuación de los GAL no sólo no disuadió a ETA de seguir matando, sino que añadió a su argumentario la justificación definitiva para prolongar su actividad, alimentando con posterioridad el discurso del conflicto armado y del victimismo con el que hoy la izquierda abertzale trata de eludir el reconocimiento del daño causado.
En un pasado más reciente se sitúa el acto de Anoeta de hace seis años, que condujo al encausamiento de Arnaldo Otegi, entre otros, obligando a Jesús Eguiguren a comparecer ayer como testigo de su defensa ante la Audiencia Nacional. Un juicio denunciado como político por los acusados y sus portavoces, que trataron de politizar la vista. El celo con el que actuó el presidente del Tribunal no impidió que Otegi mostrara sus dotes de trilero con una frase equívoca: «rechazamos el uso de la violencia para imponer un proyecto político». Frase ideada para que sus correligionarios la interpreten antes como denuncia del Estado constitucional que como llamada al desistimiento.
La ‘Declaración de Anoeta’ fue el preludio del «alto el fuego indefinido» de marzo de 2006, que ETA rompió sin contemplaciones el 30 de diciembre de aquel mismo año con el doble asesinato de la T-4. El Gobierno extrajo la conclusión de que frustrar el proceso negociador acabó debilitando a ETA y desacreditándola ante sus propias bases. Pero cabría objetar que el final del terrorismo pudo haberse precipitado aun más si Rodríguez Zapatero hubiese eludido entablar contactos con la trama etarra. En cualquier caso, se trata de un episodio que ha dejado atrás tanto el protagonismo de Otegi como el de Eguiguren. Ni el primero parece hoy en condiciones de liderar la evolución de la izquierda abertzale, aunque sea absuelto o recupere la libertad, ni el segundo podría encarnar una interlocución creíble por parte de los socialistas, y mucho menos en representación del poder ejecutivo.
La sobreexposición de Eguiguren durante las últimas semanas, con apariciones públicas que en ningún caso han contribuido a acreditar sus convicciones o su parecer, ha sido objeto de una crítica tan feroz como previsible. El tono compasivo con el que el lehendakari López y el consejero Ares reaccionaron contra el «linchamiento» del presidente de los socialistas vascos dramatiza una situación que es, en lo fundamental, consecuencia de los riesgos contraídos por el propio Eguiguren.
También esta semana hemos tenido la oportunidad de comprobar si Brian Currin encarna una esperanza de futuro o si representa un rol más propio del pasado. Su hallazgo de que el abandono de las armas por parte de ETA constituiría una condición imprescindible para avanzar le ha podido llenar de satisfacción. Pero a una amplísima mayoría de quienes vivimos en Euskadi nos bastaría con eso. Sin juzgar su actitud personal, no estaría de más indicarle que, por lo menos, ha llegado tarde.
El contenido de sus declaraciones de estos días hubiera podido ser más útil tiempo atrás. Hoy solo bastaría con que su presencia no contribuya al diseño de una salida mucho más enrevesada que la que él mismo sugiere al considerar -que no al demandar- el desarme de ETA como paso imprescindible a la resolución de un «conflicto» que Currin debería abstenerse de describir.
Kepa Aulestia, EL DIARIO VASCO, 13/11/2010