Iván Igartua-El Correo

  • Las cartas de Sánchez, Bustinduy o representantes de la oposición recuperan un género orillado por los rígidos esquemas expresivos de las redes sociales

Ahora que nos habíamos acostumbrado -más bien resignado- a expresar -más bien a disfrazar- cuanto queremos decir en las cápsulas limitadas del ‘texting’ o en los escasos caracteres que permitía la red social más utilizada, van y nos cambian bruscamente el paso. Cuando todo el mundo, sin distingos de edad o formación, había aprendido a adelgazar los mensajes entre personas hasta dejarlos en enjutos simulacros de comunicación, a dominar el intrincado arte de la abreviatura expansiva o simplemente a sustituir las emociones por emoticonos, de golpe nos enteramos de que lo que se lleva ahora, lo molón, es escribir al prójimo largas misivas en las que dar rienda suelta a nuestras inquietudes y anhelos más íntimos, sin la necesidad de ahorrar en papel (o en folios virtuales), sin la presión inhumana del límite de palabras por mensaje. Así que nada, a por el bolígrafo (o el teclado) y a explayarse.

La veda la abrió Pedro Sánchez con un dúo de cartas abiertas a la ciudadanía y a la militancia socialista. Al margen de la intencionalidad política que los textos sin duda destilaban, según algunos comentaristas dejar al descubierto las supuestas flaquezas y recelos personales, junto con el insólito periodo de retiro espiritual, equivalía poco menos que a hacer el ridículo. No estoy seguro, sin embargo, de que se haya calibrado suficientemente el efecto de acercamiento al ciudadano de a pie, hasta de cierta humanización, que tuvo el gesto. Si el presidente puede quejarse amargamente y por extenso de las injusticias que percibe a su alrededor, ¿cómo no lo va a querer imitar mi vecina del segundo, a la que acosan las deudas, exasperan los ladridos nocturnos del perro del de al lado y desesperan las perrerías que a diario le hacen en el trabajo? Otra cosa es que tenga a quién escribir.

Como cabía esperar, el ejemplo no ha tardado en cundir incluso entre los representantes de la oposición, que ahora también intercambian por carta reflexiones, con copia a los medios, para dejar constancia de su posición o sus objetivos. Pero el presidente ha marcado tendencia en especial entre los suyos, si por suyos pueden entenderse todos los miembros del Ejecutivo que encabeza (interpretación seguramente lícita, toda vez que él mismo quiso atribuirse nada menos que hasta nueve de cada diez votos en las pasadas elecciones al Parlamento vasco). En concreto, el ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy, de arcilloso apellido vascongado, se descolgó hace unos días con una epístola de reconvención a las empresas españolas que operan en territorio israelí en la que se les insta, entre otras cosas, a rendir puntualmente cuentas de su actividad, no sea que estén contribuyendo a vulnerar los derechos humanos en Gaza.

Es desde luego encomiable, y ampliamente compartida, la preocupación que manifiesta el ministro por la situación de la población palestina en el marco de una guerra provocada hace más de medio año por la salvaje matanza de Hamás, preocupación que contrasta vivamente con la reacción de su grupo político y su jefa administrativa ante aquel atentado masivo, que rápidamente achacaron, sin un ápice de piedad por las 1.200 víctimas masacradas aquel 7 de octubre, a la trayectoria represiva del Gobierno de Israel y a su falta de compromiso con la legislación internacional. Ahora que tenían ocasión de contextualizar la situación, en el marco meditado -es un decir- de la misiva, no hay una sola mención -ya no digamos condena- del ataque terrorista de Hamás, en el que sus milicias mostraron al mundo, con pelos y señales -es decir, con violaciones y secuestros y decapitaciones-, lo que harían con el conjunto de la sociedad israelí en el momento en que tuvieran la menor oportunidad para ello. El mensaje que envió el ministro Bustinduy, pese a ello, endosa la intención de genocidio a la parte judía. Con todo su cuajo.

Pero a lo que íbamos. De una u otra forma, esas cartas han devuelto a la actualidad el orillado género epistolar, más como molde comunicativo que como artilugio literario (visto lo visto, tampoco hay que exagerar). Tal vez sea el primer paso para que podamos liberarnos de las constricciones de los rígidos esquemas expresivos a los que nos han ido conduciendo las redes sociales y otras maravillas de nuestro tiempo. En este retorno inopinado de la epístola, deberíamos aprovechar la ocasión para subirnos a la incipiente ola de sus discretos encantos burgueses. Algunos no tendrán más remedio que ir redactando, por ejemplo, melancólicas cartas de adiós al desvarío secesionista; pero, en general, podríamos volver a canalizar nuestros baqueteados sentimientos por el ancho cauce que brinda la epístola y escribir, ya puestos, incluso cartas de amor. Ya se sabe -ya lo decía Pessoa- que todas las cartas de amor son ridículas, que no serían cartas de amor si no fueran ridículas, pero que al final solamente son ridículas las personas que nunca han escrito una carta de amor. Aún estamos a tiempo.