Jon Juaristi-ABC

  • No es casual que la operación sanchista en Cataluña haya coincidido con el pucherazo de Maduro y con el caos ferroviario

El retorno del jedi Puigdemont me ha traído a la memoria dos regresos clandestinos a la España de la incipiente Transición. El primero fue el de Santiago Carrillo, que lo hizo disfrazado premonitoriamente de Puigdemont en 1976. El otro, un año después, el de los etarras condenados a muerte en el Proceso de Burgos e indultados a renglón seguido (1970). Como se recordará, el Gobierno de Suárez se negó a aplicarles la amnistía y los envió a las cercanías del Círculo Polar Ártico, desde donde se apresuraron a volver y a comparecer en un mitin abertzale de masas cerca de Bilbao, con aquel curioso artefacto que respondía al nombre de Telesforo Monzón como maestro de ceremonias. A Carrillo lo detuvieron, que era lo que –al contrario que Puchi– pretendía aquel para forzar la legalización del PCE (como sucedió enseguida). A los etarras, ni se tomaron la molestia de exigirles el pasaporte. Uno de ellos terminaría sus días como presidente del Partido Socialista de Euskadi y senador del Reino.

Pero la diferencia de estos casos con el del Honorable Prófugo es obvia. Pertenecen aquellos al período inicial de la construcción de la España democrática y éste último al de la destrucción de la monarquía constitucional y del Estado de derecho a manos del frente popular sanchista. A mi juicio, el retorno de Puigdemont ha sido un incidente ridículo, sin consecuencias apreciables, porque, lo que de verdad ha funcionado es lo que algunas pancartas de los friquis de Junts denunciaban, el pasado jueves y en vernáculo, como «el Pacte de la Vergonya», o sea, el pacto entre el PSOE y Esquerra, al que a estas alturas se le podría añadir ya un apellido: «El Pacte de la Vergonya Gómez».

En fin, con su pan de payés se lo coman. Que Dios les pille confesados bajo Juntacadáveres, el tipo más gafe de Europa, como tuvimos ocasión de comprobar durante la pandemia, presto a dirigir la sardana. Probablemente gafará incluso el proyecto anunciado por Sánchez de federalizar cuanto antes España. Es decir, de convertirnos en una república federal (aquel invento ampurdanés de Figueras y Pi y Margall).

Y no es casual que todo esto haya coincidido con el sangriento pucherazo de Maduro, avalado por Zapatero. El pobre exsenador peneuvista Iñaki Anasagasti ha definido a Zapatero como un cáncer para Venezuela y para España. En el fondo, estaría de acuerdo si la metáfora oncológica hubiera estado bien formulada, porque el cáncer no es cosa de una sola célula. Implica multiplicación anárquica, metástasis, como la de los trenes españoles, esas trampas mortales. Habría sido más exacto decir que el PSOE en su conjunto se convirtió en un cáncer maligno bajo Zapatero y que desde entonces no ha hecho más que crecer, necrosando eficazmente, para empezar, todo el tejido conjuntivo de la nación española.