EL MUNDO 21/09/14
Como una observadora más, Isabel II recibió al filo del amanecer del viernes los resultados del referéndum de independencia escocés. Lo hizo en su castillo de Balmoral, en Abeerdenshire (Escocia), donde, como cada año, pasa sus vacaciones de verano. No es aventurado afirmar que respiró aliviada al saber que sus súbditos de las tierras altas habían optado por seguir ligados al Reino Unido. Y, sin embargo, aunque parezca una paradoja, la soberana no se jugaba nada: su corona no hubiera corrido peligro en Escocia aunque ésta hubiese iniciado la pendiente hacia la independencia. El dimisionario ministro principal Alex Salmond había dejado muy claro que Isabel II mantendría la jefatura del Estado. Sencillamente, hubiera añadido un territorio más a la lista de 16 estados en todo el mundo de los que es reina.
Es éste un singular escenario en línea con la célebre excepcionalidad británica. Y ayuda a entender lo absolutamente al margen que se ha mantenido la reina respecto al debate de independencia. Sólo el domingo pasado, cuatro días antes del referéndum, la monarca expresó a la salida de un oficio religioso su deseo de que los escoceses pensaran «muy cuidadosamente acerca de su futuro». Y ya el viernes por la tarde, una vez se habían pronunciado todos los líderes políticos, Buckingham emitió un comunicado en el que la soberana resaltaba «la robusta tradición democrática de este país» e instaba a los escoceses a seguir trabajando junto al resto de los británicos. Ni una sola concesión de la reina a la alegría por la supervivencia del Reino Unido. Todo aséptico e irreprochable.
En España, con un sistema igualmente de monarquía parlamentaria, cuesta comprender un arbitrio tan distante de la reina. Pero las diferencias son radicales. En España, el Rey es el símbolo de la unidad y la permanencia del Estado. Así lo determina la Constitución y, por tanto, el monarca se ve directamente concernido por cualquier asunto que cuestione la indisoluble soberanía nacional. En cambio, el soberano británico no representa la unidad de ningún reino, ni siquiera del actual Reino Unido, sino que es el símbolo que da cohesión a la Commonwealth, una función clave de la Corona británica en la transformación del Imperio a la actual comunidad de naciones, tal como quedó reflejado en la Declaración de la Commonwealth de 1949. Y es por ello que la hipotética separación de la nación escocesa de las otras tres naciones de la Unión –Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte– no pondría en entredicho el papel de la monarquía ni exigiría su redefinición.
Aunque el Reino Unido carece de una Constitución escrita, el conjunto de las leyes y principios que forman la convención constitucional delimitan las competencias y reglas de juego de cada uno de los poderes, incluida la Corona. Uno de los corsés de la reina es su obligado deber de neutralidad política. Los analistas destacan la escrupulosa capacidad de mantenerla que ha demostrado en más de 60 años de reinado, tal como ha vuelto a hacer respecto al referéndum.
Como explica el constitucionalista Michael Keating, cualquier comentario que hubiera realizado relativo a este asunto hubiera estado claramente en contra de la convención constitucional.
Keating destaca, asimismo, que el gran respeto de Isabel II se debe precisamente a que nunca interviene públicamente en cuestiones políticas. De ahí que días atrás se quedara solo el líder del partido extremista Ukip, Nigel Farage, quien demandó a Isabel II que interviniera ante el peligro de ruptura del Reino Unido.
Pese a todo lo dicho, para Isabel II hubiera sido una tragedia terminar su reinado con la independencia de Escocia, territorio que ama de forma especial. Hija de escocesa –la aún añorada reina madre–, el lugar en el que más feliz se siente la soberana es Balmoral. Y no por casualidad otorgó a su marido el título de duque de Edimburgo. Por ello, no han faltado estos días teorías conspirativas como que Buckingham adelantó el anuncio del nuevo embarazo de la duquesa de Cambridge para influir en el resultado del referéndum, dado que la popularidad de Guillermo y Catalina es enorme en Escocia.
Ante el incierto proceso de descentralización política que habrá de acometer ahora el Reino Unido, Isabel II mantendrá su silencio público. Como mucho, recordará sus palabras de 1977, en pleno Jubileo de Plata, cuando, ante las crecientes demandas de autonomía en Escocia y Gales, la reina subrayó: «Es un tiempo para recordar los beneficios que la unión ha conferido, en el hogar y en nuestras relaciones internacionales, a los habitantes de todas las partes del Reino Unido».