Vicente Vallés-El Confidencial
- Felipe asumió la corona por la traumática abdicación forzada de su padre. Después, los nacionalistas dejaron a la vista su auténtica pureza de sangre independentista
Aquel 19 de junio de 2014, Felipe de Borbón fue proclamado rey de España en el Congreso de los Diputados. En su discurso a la nación, el nuevo jefe del Estado dijo que «aspiramos a revitalizar nuestras instituciones, a reafirmar en nuestras acciones la primacía de los intereses generales y a fortalecer nuestra cultura democrática; aspiramos a una España en la que se puedan alcanzar acuerdos entre las fuerzas políticas (…); queremos que los ciudadanos y sus preocupaciones sean el eje de la acción política (…); y deseamos, en fin, una España en la que no se rompan nunca los puentes del entendimiento, que es uno de los principios inspiradores de nuestro espíritu constitucional».
Es muy probable que esos deseos de Felipe VI fueran asumidos como propios por buena parte de los españoles. Y, sin embargo, el transcurrir del tiempo y las vicisitudes del país nos han permitido comprobar que las instituciones no se revitalizan, sino que se debilitan; que no se alcanzan acuerdos, sino que vivimos en el encontronazo perpetuo; que el eje de la acción política se aleja de las preocupaciones de los ciudadanos; y los puentes de entendimiento se rompieron y nunca se repararon.
El Rey puede arbitrar entre dos posturas que comparten lo básico
Felipe asumió la corona por la traumática abdicación forzada de su padre. Un año después se destruyó el sistema de partidos que había gestionado nuestra democracia desde 1982 y surgieron nuevas formaciones políticas dispuestas a salvarnos del malvado bipartidismo. El debate republicano se abrió camino a empellones. Estábamos en medio de la peor crisis financiera en décadas, con el país arruinado. Y los nacionalistas apartaron de sí esa definición moderada, se quitaron el disfraz y dejaron a la vista su auténtica pureza de sangre independentista. Al nuevo rey le tocó asistir al referéndum ilegal del 9 de noviembre, cuatro meses después de ser entronizado; al segundo referéndum ilegal del 1 de octubre, a los tres años; a la primera moción de censura exitosa, a los cuatro años; a la entrada en el gobierno de Podemos, un partido populista, contrario a los pactos del 78 y antimonárquico, a los cinco años; y a los seis años, a la peor pandemia en un siglo y a los problemas de su padre con Hacienda. Y, en el medio, varias elecciones fallidas y largos periodos de endebles gobiernos en funciones.
Juan Carlos I pudo transitar por la Transición porque, a pesar de las diferencias políticas entre la izquierda, la derecha y los nacionalistas, todos los partidos y la inmensa mayoría de los ciudadanos compartían el objetivo de instaurar y consolidar la democracia. Ahora no hay un solo objetivo nacional en el que se aprecie voluntad de acuerdo —de hecho, la única gran tarea compartida con alborozo es el conflicto—, y la figura del rey es utilizada de forma abusiva por casi todos.
Llegados a estos días de 2021, las buenas noticias nos llegan desde Europa. Bruselas nos aprueba un ambicioso plan de recuperación a cambio de una cantidad ingente de dinero que ahora debemos saber utilizar. Y la Unión Europea nos nutre de las dosis de vacunas que permiten reducir la incidencia del virus, lo que nos acerca despacio, pero de forma sostenida, hacia la ansiada normalidad. Pero, si dejamos al margen las bienaventuranzas que nos concede la pertenencia al club comunitario, el panorama nos muestra una España extraordinariamente compleja, en la que don Felipe hace lo que puede para que parezca que reina en un país como otros, aunque nos hayamos instalado en un sempiterno asombro.
Porque en España se equipara un paseo de 50 segundos con una cumbre internacional; se combinan jubilosa e insensatamente las palabras ‘rey’ e ‘indulto’ en la misma frase; se patrocinan esos indultos en el teatro de la ópera de El Liceu, pero no ante los representantes de los ciudadanos en el parlamento; se esquiva una charla con el jefe del Estado en Barcelona, pero se rinde pleitesía a un prófugo de la justicia en Waterloo; y hasta se propone que el rey ejerza su labor constitucional de arbitraje en la cuestión catalana, en lo que supone una ocurrencia que excede con mucho los márgenes de la norma. Porque, el rey puede arbitrar entre dos posturas que comparten lo básico, que es el respeto a la ley, pero no puede arbitrar entre quien cumple la ley y quien la vulnera. Es una obviedad, pero España es, también, un país en el que lo obvio no rige.
Y, sin embargo, España hace lo que puede por avanzar, y en estos tiempos de calamidad sanitaria y económica ha acumulado fuerzas para reflotarse y crear prosperidad. La sociedad civil podrá hacerlo si desde el ámbito político se piensa más en el país y en sus ciudadanos, y menos en el interés partidista del próximo cuarto de hora. Como ha dicho el rey, «son tiempos que demandan una gran responsabilidad, sentido del deber y una firme voluntad de servicio a la comunidad».