Javier Tajadura Tejada-El Correo

  •  Hay que distinguir entre adecuar la lectura de la norma fundamental a los avances sociales y quebrantar principios y decisiones básicas de su articulado

La Constitución cumple el próximo miércoles 45 años en un contexto de polarización política y división social sin precedentes. Los pactos entre el PSOE y las diversas formaciones nacionalistas y separatistas que han permitido a Pedro Sánchez lograr su investidura incluyen algunas concesiones que ponen en cuestión el orden constitucional vigente: desde la amnistía hasta el ‘lawfare’, pasando por los «verificadores internacionales» de los acuerdos, la equiparación de Cataluña a las comunidades forales o la pretensión de configurar el Estado en clave plurinacional. La gravedad de todo ello ha provocado no solo el rechazo de los partidos de la oposición, sino también una masiva movilización social.

En este confuso y turbulento contexto, lo primero que hay que subrayar es que ni España se ha convertido en una dictadura ni se ha producido golpe de Estado alguno. El Gobierno se ha conformado respetando los procedimientos constitucionales. Desde la aprobación de la Constitución solo se han producido dos golpes de Estado y ambos fueron neutralizados con éxito: el golpe militar de 1981 y el golpe civil impulsado por los poderes públicos catalanes en 2017.

Fueron golpes de Estado porque tenían por objeto reemplazar el orden constitucional vigente por otro distinto sin respetar los procedimientos de reforma. Eso no ha ocurrido hasta ahora. La aprobación de la ley de amnistía no supondrá un golpe de Estado, sino la deslegitimación de la respuesta tan legítima como obligada que los poderes públicos dieron a la insurrección catalana. La amnistía, desde un punto de vista político e histórico, implica una deslegitimación del Estado constitucional actual, de la misma forma que la histórica amnistía de 1977 supuso la condena y deslegitimación del régimen franquista. Ahora bien, no implica por sí misma la sustitución del actual régimen constitucional por otro.

Sin embargo, ese riesgo de sustitución sí está implícito en muchos de los contenidos de los pactos para la investidura. Desde esta óptica, nos enfrentamos al peligro de que, sin seguir el procedimiento legítimo de reforma constitucional, a través de diversas leyes orgánicas -de reforma de los Estatutos, de financiación, o de transferencia de competencias (artículo 150.2 CE)-, el Estado constitucional alumbrado en 1978 sea reemplazado por una estructura política plurinacional y confederal.

Sería inconstitucional reconocer naciones distintas a España y que se relacionen con ella bilateralmente y en pie de igualdad

Al amparo de la Constitución de 1978 se ha llevado a cabo un proceso de descentralización política sin precedentes. Las comunidades autónomas de España han asumido un nivel competencial muy superior al de otras experiencias descentralizadoras. Las forales -País Vasco y Navarra- disponen incluso de haciendas propias. Esa amplísima autonomía política tiene como límite la unidad nacional; esto es, la unidad de la soberanía que reside en el pueblo español. Autonomía no es soberanía.

Esto implica tres cosas: que la Constitución establece un Estado nacional en el que la única nación política soberana es España; que no cabe el derecho de secesión; y que las comunidades autónomas, con la única excepción foral en materia fiscal, tienen una posición constitucional similar y deben relacionarse multilateralmente en pie de igualdad. A esto cabe añadir que, tras cuatro décadas de continua expansión de las competencias autonómicas, no es posible avanzar más en la descentralización sin poner en peligro la unidad política y económica del Estado.

Los acuerdos de investidura recogen elementos que son incompatibles con este marco. En primer lugar, no se puede equiparar a Cataluña a las comunidades forales. Sería inconstitucional excluir a Cataluña del régimen común de financiación y concederle un régimen fiscal singular. En segundo lugar, no cabe de ninguna manera celebrar en Cataluña ningún tipo de referéndum, ni siquiera consultivo, sobre cuestiones que, por afectar a todos los españoles, requieran una reforma constitucional. Sería inconstitucional permitirlo delegando la competencia para celebrar referendos mediante el artículo 150.2 que permite transferir competencias estatales a las comunidades autónomas. En tercer lugar, no se puede, mediante reformas estatutarias que reconozcan la condición de naciones de determinadas comunidades autónomas, reemplazar el Estado nacional por otro plurinacional. Sería inconstitucional reconocer naciones distintas a España y que, además, se relacionen con ella bilateralmente en pie de igualdad.

Esto último es algo que está ya implícito en la aceptación de unos «verificadores internacionales» que supervisan el cumplimiento de los acuerdos. La comprensión «plurinacional» de España, en sentido político, supondría reemplazar el Estado autonómico por una confederación de Estados.