El despacho de Mr. Christiansen era lo que dicta el canon de Brideshead. Acogedor, repleto de libros y objetos inverosímiles, una botella de sherry medio vacía sobre la mesa y, ah, la chimenea encendida. ¿Y él? Pues el prototipo de profesor excéntrico de traje y bicicleta vintage. Inquisitivo, incorrecto, mordaz, discípulo del gran Raymond Carr, experto en vikingos, tenía la sonrisa del gato de Alicia y la caligrafía de un monje medieval. Fabricaba su propia tinta.
– Siéntese. Conversemos. De sus exámenes infiero que ha leído El rey Lear.
– Eh, sí.
– Bien. Hábleme de Cordelia. Largamente. Y sorpréndame.
Eric Christiansen murió el pasado 31 de octubre. The Times y el Telegraph le dedicaron dos justos obituarios. «Maestro de generaciones de universitarios agradecidos». Sus tutoriales representaban lo mejor de un sistema educativo que deplora el abuso de la memoria con la misma fuerza que promueve el espíritu crítico y la responsabilidad individual. En Oxford los profesores no predican; provocan. No contestan de forma categórica; hacen preguntas de calidad. Han visto desfilar a decenas de genios y no se conmueven ante la apelación a la autoridad o a los sentimientos. Son escépticos, pero nunca cínicos. Y, sobre todo, desprecian las opiniones regurgitadas y valoran la libertad intelectual. No enseñan qué pensar, sino cómo pensar: la pasión por la investigación y el amor a la verdad. La fachada será arcaizante, pero el enfoque es radicalmente moderno. Científico. Hace unos días se publicó el informe Pisa. Como tantas veces, la tertulia española se instaló en la superficie a jugar al ping-pong. Unos optaron por la reivindicación resignada: ¡España sube! …porque la media baja. Otros recurrieron a la resignación reivindicativa: ¡La España fragmentada jamás será ilustrada! Sin embargo, el informe traía una lección precisa y profunda. Lo único capaz de combatir el estancamiento en la mediocridad y la inaceptable brecha autonómica es la sustitución del pensamiento fofo –suma de prejuicios y sentimentalismo– por el exigente, útil y humanísimo método científico.
El informe señala: «En un contexto de flujos masivos de información y de cambios tecnológicos acelerados, todos los alumnos deben de ser capaces de pensar como un científico». Pero no lo son. «A pesar de la revolución tecnológica, el rendimiento en ciencias no ha mejorado desde 2006». Entre Singapur y el País Vasco media lo que entre un paper y un panfleto. Los colegios –los gobiernos– siguen confundiendo el estudio de las ciencias con la vocación científica. No han comprendido que sin una ciudadanía capaz de pensar científicamente no habrá crecimiento. Ni democracia.
La defensa de una política racional, sometida a los procedimientos y las conclusiones de la ciencia, no es nueva. Steven Pinker le ha dedicado muchas páginas limpias y vibrantes. Y en España, inspiró la fundación de Ciudadanos. Pero la tormenta populista le confiere una urgencia radical. En EEUU, JonathanHaidt, autor de The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, ha creado dos plataformas –HeterodoxAcademy.org y CivilPolitics.org– que utilizan la ciencia como un nuevo suelo moral; para reconstruir lo que la censura identitarista de la izquierda y la reacción tribalista de la derecha han socavado: la convivencia.
El criterio independiente, la primacía de los hechos, el contraste empírico, el debate argumentado, la verificación… El esfuerzo y el rigor. Las prácticas de la ciencia ahorman una visión de la realidad que se puede comprobar y, por tanto, compartir. A su vez, las últimas aportaciones científicas –sobre el funcionamiento del cerebro humano, la genética o la evolución– ofrecen un arsenal fáctico contra el dogmatismo posmo de cualquier Puigdemont. Siempre y cuando ella misma no sucumba ante la politización, la ciencia es un antídoto para el descrédito de la política. Y del periodismo. Frente a la tiranía de los feelings, la república de los facts.
En julio de 2013, Eric Christiansen reseñó para The Spectator el tercer volumen de cartas del historiador de las ideas y eminente liberal Isaiah Berlin. Recordó sus clases magistrales en Oxford: «Sus alumnos nos sentíamos dueños de un palco en la ópera». Los ataques que recibió de reaccionarios de todo el espectro ideológico. Y el entusiasmo con que emprendió la fundación de Wolfson, un nuevo college en Oxford consagrado al estudio de las Ciencias. Isaiah–escribe Christiansen, citando una de sus cartas– «se había convertido a la opinión de que los científicos eran ‘un cuerpo maravilloso, al que miro con casi mística adoración’. En su nombre, libró la batalla contra los prejuicios anti-científicos de la mayoría de sus colegas, y ganó».
Ganar es una obligación frente al irracionalismo transversal. Para España, eso significa una revolución científica. Ante todo, en la política. Hasta ahora, el único partido que ha enarbolado esa causa es C’s. Lo hizo en sus inicios y en el excelente programa de política científica que el especialista en biomedicina José María Rojas redactó para las elecciones de hace un año. Es una pena que ese caudal de racionalidad haya desembocado en la exigencia al Gobierno de la eliminación de las reválidas. Las de primaria y la ESO, sustituidas por una simple prueba muestral: no la harán todos los alumnos, no tendrá valor académico y no será necesaria para pasar de curso. La del bachillerato, diluida en una selectividad bis: no condicionará la obtención del título y, según el borrador ministerial, «el 70% de la calificación de cada prueba deberá obtenerse de estándares de aprendizaje evaluables seleccionados entre los definidos en la matriz de especificaciones de la materia correspondiente». Uf. Traduciendo: la enseñanza en España no será común. Otra victoria del sondeo sobre el hecho. De la política sobre la ciencia.