RAMÓN AGUILÓ OBRADOR – EL MUNDO – 02/05/16
· La autorización de la canciller alemana para que la fiscalía emprenda acciones legales contra un humorista por un poema que ofendió a Erdogan es un atropello a las libertades, según el autor.
Este último mes de abril ha sido uno de los más fríos que se recuerdan en Alemania. El invierno, que se había ausentado para que el otoño dilatara todavía más su nefasta melancolía, apareció de golpe, como aquel invitado rezagado al que ya nadie espera. Todo se anunciaba ya en la noche del 31 de marzo, víspera del primero de abril, día que en Alemania se celebran los Santos Inocentes. Pasadas las diez y media, mientras el tedio y la monotonía se adueñaban del oxidado sofá conyugal, algo insólito ocurría en la televisión alemana. En su programa Neo Magazin Royale, de la segunda cadena pública, el humorista y presentador Jan Böhmermann se hacía eco de las quejas que el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, había manifestado ante el embajador alemán por una inofensiva canción de otro programa de humor germano, Extra3.
En una inolvidable lección de lo que es la libertad de expresión y lo que representan sus límites, Böhmermann recitó un poema sobre Erdogan titulado Schmähkritik (un término jurídico alemán que en castellano podría traducirse por crítica injuriosa o difamatoria), no sin antes advertir al propio Erdogan y a los espectadores que lo que iban a escuchar está prohibido y consecuentemente penalizado en Alemania. Ese previo aviso supuso un subidón de adrenalina y de máxima tensión difícil de sobrellevar: se iba a cometer un delito y todos íbamos a ser testigos y, por lo tanto, cómplices. Acostumbrados como estamos en nuestra cultura y educación a cubrir de modo mitológico lo prohibido con un púdico velo, el presentador alemán nos proponía descubrir ese manto y afrontar cara a cara el impacto del tabú revelado.
Sociólogos y antropólogos han comparado formalmente este delicado momento televisivo al de la contemplación de una violación o un asesinato en directo. Y así fue. Böhmermann agarró su hoja como si fuese un fusil, miró con inocencia a la cámara, y empezó a disparar. El esperado poema no decepcionaba; entre una sarta de insultos soeces («Erdogan es un gilipollas, cobarde… al que le encanta follarse a cabras… Por la noche no duerme y se la chupan cien ovejas…») se mezclaba alguna aseveración política («le encanta oprimir minorías, pisotear a los kurdos y golpear a los cristianos»).
Nada más concluir el recitado, Böhmermann predijo lo que iba a pasar al día siguiente: su cadena, el segundo canal público alemán, iba a censurar el poema y borrarlo de su mediateca, como así ocurrió. Ahora bien, lo que no podía calcular Böhmermann es todo lo que vino después, sobre todo, en lo que hace referencia a la canciller alemana. Tres días después de que el ZDF declarara que habían censurado el poema por «no cumplir con los estándares de calidad de la cadena», Merkel reconocía ante el primer ministro turco Ahmet Davutoglu en una conversación telefónica que el poema era «deliberadamente hiriente», lo que equivalía a dar la razón a Erdogan y a desarmar por completo a Böhmermann, que al enterarse de las palabras de Merkel dijo sentirse «destrozado y decepcionado por todo aquello en lo que antes había creído».
Mientras tanto, la República alemana se enfrascó en una discusión muy típica del país: ¿era el poema de Böhmermann una sátira sobre Erdogan o simplemente un manojo de injurias mal rimadas? Todo depende de la perspectiva, del contexto en que se contemple. Böhmermann fue lo suficientemente listo como para encuadrar sus ripios difamatorios en un contexto artístico y poder aferrarse así a la libertad de expresión. Pero como siempre sucede en estos casos, había detractores y defensores del poema. La mayoría de los alemanes se pusieron al lado de Böhmermann. Algunos, los turcos de origen kurdo, llegaron a decir incluso que se había quedado corto, pues Erdogan era también «un asesino».
No obstante, la mayor crispación la causó la actitud de Angela Merkel, que una semana después, el 15 de abril, autorizó a la fiscalía a tomar acciones legales contra Böhmermann, accediendo así a la denuncia que había hecho previamente Erdogan en los juzgados de Maguncia. Sin esa autorización explícita del Gobierno, la denuncia de Erdogan se hubiese desvanecido, prevaleciendo la libertad de expresión y la libertad de sátira. El presidente turco se amparaba y ampara todavía en el artículo 103 del Código Penal alemán, un párrafo de más de un siglo de antigüedad que establece como delito los insultos a jefes de Estado extranjeros. Lo más absurdo del caso: Merkel ha declarado recientemente que dicho artículo ya no es «propio de nuestro tiempo» y que será abolido del Código Penal antes del 2018.
Ahora, semanas después del incidente y puestas las cartas sobre la mesa, el debate en la opinión pública alemana se ha desplazado: poco importa ya si se trataba de arte o no, de si Böhmermann quería señalarnos los límites del humor en nuestra sociedad postmoderna y políticamente correcta o si estaban justificados los insultos ante un presidente como Erdogan, alguien que tiene abiertos en su país más de 2.000 procesos por injurias contra periodistas e incluso menores de edad. Hay un asunto de mayor gravedad que poco o nada tiene que ver con la sátira, sino con la avalancha de refugiados, con la guerra y con el acuerdo de principios de marzo, gracias al cual Turquía se compromete a deshacerse de los inmigrantes ilegales que quieran pisar suelo europeo. ¿Hubiese accedido Merkel a iniciar un proceso judicial contra Böhmermann de no existir dicho pacto? ¿Hasta qué punto se ha vuelto Alemania dependiente de Turquía y está expuesta a cualquier tipo de chantaje por parte de Erdogan?
Éstas no son más que preguntas retóricas, pues es más que evidente que el modo de actuar de Merkel en este affaire persigue un único fin: contentar a Erdogan y evitar a toda costa más escándalos diplomáticos que pudiesen enturbiar la relación con Turquía. Ella, que ha tenido que soportar estoicamente todo tipo de insultos, vejaciones e infamias, sobre todo en Grecia durante la época de los recortes más duros, ha dado el brazo a torcer en un caso que será histórico y puede convertirse en peligroso precedente.
Lo crucial no es tanto que haya concedido a Erdogan la oportunidad de enfrentarse a la fuerza del Estado de derecho alemán, como afirman algunos comentaristas, demasiado ciegos para ver el error de fondo que amenazará a Alemania y a Europa en el futuro inmediato. Hay en nuestra conciencia europea valores que son innegociables y que ningún sultán del Bósforo puede denostar o poner en duda: entre ellas están la libertad de expresión, la libertad artística y la libertad de prensa, sin ellas no somos nadie.
La genuflexión de Merkel ante Erdogan es fruto de su propia temeridad, de su error inicial cuando afirmó sin ningún plan o estrategia premeditada que Alemania «lo conseguiría», que ella sola iba a arreglar la crisis de los refugiados con unas dosis de hospitalidad y caridad cristiana. Ahora pagamos ese terrible momento de fatal ingenuidad, pues resulta que ha ocurrido precisamente lo contrario: Alemania sigue sin combatir las causas de la inmigración y se ha visto obligada a tener que contratar a un matón como Erdogan para resolver a la fuerza los problemas que ella había prometido remediar por las buenas.
Y esto Erdogan lo sabe perfectamente, por eso no titubeó ni un instante y denunció a un humorista del que dudo que conociera antes la existencia. Pues en el fondo Böhmermann es una mera excusa, una coartada perfecta para poder exhibir su recién adquirido poder. No nos damos cuenta, pero el pulso entre Merkel y Erdogan es el pulso para discernir quién manda realmente en Europa. Y visto lo visto hasta este instante, el resultado es desolador: perdemos nuestras libertades más íntimas mientras nos olvidamos de la humanidad y la decencia entregando el destino de los refugiados a un déspota sin escrúpulos que nos chantajea aprovechándose de nuestra cobardía.
Son días de mucho frío en Alemania y en Europa. Las previsiones no son halagüeñas: vienen nuevas borrascas y tormentas. Abríguense, no se les vaya a helar el corazón.
Ramón Aguiló Obrador es profesor de Filología alemana en Bremen (Alemania).