Francisco Sosa Wagner-Vozpópuli

  • El día en verdad feliz será aquel en que podamos adquirir los fragmentos del Muro construido en estos años

El Gobierno progresista, que enseñorea y aflige nuestras vidas, ha logrado la suficiente madurez como para pensar ya resueltamente en su entrada en la fase político-religiosa. Hay precedentes: ocurrió en el franquismo, en 1952, cuando se organizó el Congreso Eucarístico Internacional, con asistencia de prelados de resultonas vestimentas, pero también de prohombres del Estado, precedidos por el mismísimo Caudillo, panzudo y vacuo, acompañado de su esposa, mística y penitente, en perpetuo temblor de joyas.

En aquellos tiempos, como no estaba bien visto hablar de política, se habló de eucaristía y de otros primores sacramentales, de la misma manera que hoy, cuando el poder se encarga de orillar cualquier debate serio, se organiza un Congreso en Sevilla, entre palos flamencos y tortitas de camarones, más aplausos y abucheos, a tanto la palmada y a cuanto el bramido. Nada sale en limpio pero hemos rugido y jadeado y hemos quedado satisfechos como fieras salidas del gozo fecundante.

Pues bien, en esa fase religiosa en la que nos adentramos, es el momento de poner en circulación uno de sus ingredientes más célebres: las reliquias venerables.

Por ejemplo, el coche en el que, quien se convertiría en Gran Despensero, recorrió las tierras de España, fertilizándolas con su pensamiento preciso y aquilatado. Se puede exhibir como reliquia en su íntegra integridad, o se puede descomponer en piezas para producir un disfrute más generalizado y ¿cómo diríamos? más democrático: las ruedas, la caja de cambios, el diferencial, los faros, el CD de Víctor Manuel, y por ahí seguido.

Apóstoles del Progreso

La ruta de quienes, andando el tiempo, se convertirían en apóstoles del Progreso, debe ser señalizada como lo está el Camino de Santiago, con sus hitos, sus posadas, sus tiendas de recuerdos de aquellos viajantes poseídos por el sagrado anhelo de la venganza.

Y, de la misma forma que el Testamento de Franco se multiplicó en miles de copias que adornaban los despachos de los bien agradecidos, así ahora deberían multiplicarse los ejemplares de aquella Carta que el Gran Despensero nos envió a los españoles confesándonos sus calenturas de amor, y exhibiéndonos su valiente insolencia, su condición de príncipe clásico y cínico, coqueto, veleidoso y deliciosamente zascandil.

Quien se haga con una de esas copias ya puede incorporarla a su currículum para aspirar a una concejalía de Urbanismo o a una asesoría de viento y humo en el Palacio do nacen y se despliegan los rayos del Poder Progresista.

Un filón también de reliquias puede proporcionar el palo de la escoba que rozó el muslo del prócer en una aciaga jornada valenciana. Se podrían sacar cientos de fragmentos, como se dice que los hay del Lignum Crucis, para venderlos en los puestos donde se agolpen las aglomeraciones formando esas ondas vibrátiles de indescriptible fervor multinacional e inclusivo. Serían de gran valor pues se podrían utilizar para conjurar las negras descortesías de la vida.

Creo que el lector / a / e me va entendiendo.

Y entenderá tambien si confieso que el día en verdad feliz será aquel en que podamos adquirir los fragmentos del Muro construido en estos años, derribado como derribado quedó el de la infamia comunista de Berlín.

Es decir, cuando el recuerdo de esta etapa no tenga otra hechura que la de un inofensivo pisapapeles.