Rafael Jiménez Asensio-Vozpópuli
- El órgano de Gobierno de los jueces requeriría un bisturí constitucional que lo corrigiera de inmediato
“Nada hay tan propenso a agitar las pasiones humanas como las consideraciones personales (…) Por esto, en todo caso en que se ejercite ese poder de hacer nombramientos por una asamblea (…) lo más seguro es que los méritos de los elegidos pasen inadvertidos: ‘Dadnos para este puesto al hombre que queremos y tendréis al que deseáis para este otro”. (Hamilton, El Federalista, LXXVI)
Ante el bombardeo mediático de estos días sobre un aspecto de la vida política-institucional como es (el bloqueo en) la renovación del órgano de gobierno del Consejo General del Poder Judicial que se pretende hacer, por enésima vez, mediante el turbio y espurio procedimiento del cambio de cromos entre los partidos políticos, conviene poner algunas cosas en claro. Este patológico procedimiento de designación (al margen de las siempre interesadas interpretaciones constitucionales) convierte las instituciones (en este caso, al gobierno del poder judicial) en una reproducción deformada de las mayorías parlamentarias contingentes, aquellas que sumen 3/5 de cada Cámara necesarias para ratificar los nombres pactados entre bambalinas, para conformar, así, un órgano asambleario-gubernamental compuesto por 20 vocales (12 magistrados y 8 “laicos”), más un Presidente y Vicepresidente, elegidos por aquellos. Tal sistema, pretendidamente bendecido por su extracción democrática, supone, sin embargo, una lectura inadecuada del principio de separación de poderes, pues en vez de garantizar un auténtico sistema de checks and balances (pesos y contrapesos entre los propios poderes), permite el maridaje confuso entre ejecutivo-legislativo-judicial y carece por definición del equilibrio propio de un modelo efectivo de división de poderes, y puede deslizarse fácilmente (como lo hace de forma silente) hacia un sistema político que ofrece algunos rasgos de democracia iliberal, enquistados por lo demás en una crisis institucional cada día más grave.
Un pacto cocinado
Sorprende, ciertamente, la torpeza de quienes desde las filas políticas o periodísticas defienden esa lectura pretendidamente democrática de la Constitución, pues tal premisa quiebra de raíz el checks and balances, y demuestra escasa cultura constitucional o, lo que es peor, resalta un claro cinismo ideológico. Pretender que el Parlamento valide formalmente un pacto cocinado entre (algunos) partidos políticos, sin otra comprobación de la competencia e integridad que ser amigos de algún valedor político, ya sea porque han sido compañeros en la Facultad, en la cátedra universitaria o en la carrera judicial, fieles al partido, militantes (que también los hay) u otras circunstancias discutibles, es un insulto a la inteligencia política de la ciudadanía, que apneas sabe qué es el CGPJ.
Tampoco es de recibo que, frente al modelo anterior, se defiendan política o mediáticamente las bondades constitucionales de su designación por los propios jueces. ¿Y con los ocho vocales restantes, seguimos repartiendo la tarta según el color político de sus aspirantes? Tendríamos, así, un híbrido corporativo/politizado El debate político-constitucional arrastra ya más de treinta y cinco años. Si la elección de los 12 magistrados o jueces es por ellos mismos, tampoco arreglamos nada. El invento del procedimiento de designación de los vocales de extracción judicial fue un absoluto fiasco. La pretendida elección directa por los jueces, no es, en efecto, solución constitucional adecuada. De politizar la justicia pasaríamos a corporativizarla más de lo que ya está. La separación de poderes, como medio de control de las instituciones, sería de nuevo un brindis al sol.
Una elección por el Parlamento, pero previa criba profesional de méritos e integridad por parte de una autoridad independiente de los partidos
Realmente, frente a un problema tan enquistado, esbocé algunas propuestas en otro lugar (https://rafaeljimenezasensio.com/2019/08/05/el-autogobierno-del-poder-judicial/). Allí optaba por un modelo mixto de elección de vocales en el que la legitimidad democrática del nombramiento se condicione inteligentemente con la legitimidad imparcial y reflexiva (Rosanvallon) de esta institución, mediante una elección por el Parlamento, pero previa criba profesional de méritos e integridad por parte de una autoridad independiente de los partidos políticos que elaborara una lista corta con aquellos perfiles profesionales más acreditados para que sobre ellos decidieran por voto secreto los órganos políticos. Como decía Adam Smith, personas que acreditaran la mejor cabeza (competencias) junto al mejor corazón (integridad). Lo que no es operativo es que quienes negocian entre bambalinas prescindan total y absolutamente de esas exigencias o ni ellos las cumplan.
Un colegio demasiado amplio
En cualquier caso, seamos honestos. El CGPJ tiene visibilidad nula y una utilidad institucional relativa. La función por la que se pelean los partidos es la del nombramiento de magistrados del Tribunal Supremo o de la presidencia de la institución y de los cargos gubernativos. Es ahí donde la política quiere meter la cuchara hasta el fondo del plato. Con la finalidad de tener un poder judicial domesticado sobre todo en las supremas esferas que son las que ‘casan’ (rompen) el Derecho dictado por los órganos jurisdiccionales inferiores o juzgan a los políticos aforados. Esa política de nombramientos es, por lo común, fuente continua de algunos escándalos, que apenas trascienden. O, si lo hacen, sin consecuencia alguna. Lo demás que hace el Consejo tiene menos relevancia política. Por ejemplo, selecciona jueces como lo venía haciendo hace más de cien años, les da formación inicial y continua. Los sanciona o amonesta cuando la cosa se pone muy fea. Y algunas cosas más.
Son funciones propias de una dirección general de un Ministerio, pero con veintidós cabezas, tal como recordó acertadamente hace muchos años el profesor Luís María Díez-Picazo antes de recalar en el propio Tribunal Supremo. Y lo peor de un órgano gubernativo es estar conformado por un colegio tan amplio. Como afirmó en su día Napoleón, deliberar es cosa de muchos, ejecutar de uno sólo. Cuando se ponen a ejecutar tantas personas a la vez, mal vamos. La reforma de 2013 apenas cambió el fondo de las cosas. Desde los contradictorios diseños institucionales de 1981-1985, el CGPJ arrastra una vida errática y de escaso lucimiento; buscando su sitio, que nunca encuentra.
Que nadie se extrañe de que el servicio público de la Justicia funcione de forma tan deficiente. Su modelo de Gobernanza (y de gestión) es un soberano disparate
El CGPJ es, además, un órgano constitucional de diseño desgraciado. Requeriría un bisturí constitucional que lo corrigiera de inmediato; pero aquí no se reforma nada, ni aunque el edificio institucional amenace ruina inminente. El Consejo no tiene memoria institucional, pues se renueva íntegramente cada cinco años (más las prórrogas debida a los bloqueos o vetos políticos), y el nuevo Consejo escribe de nuevo sobre una hoja en blanco. Así que nadie se extrañe de que el servicio público de la Justicia funcione de forma tan deficiente. Su modelo de Gobernanza (y de gestión) es un soberano disparate (un “monstruo de tres cabezas”: CGPJ, Ministerio y CCAA). Realmente, es una institución casi olvidada (y cuando se habla de ella, malo), con un prestigio por los suelos (ganado a pulso) y con un solo objetivo: mantener lo que hay sin apenas cambiar nada. La transformación de la Justicia ni está ni se la espera.
Han pasado casi veinticinco años desde el Libro Blanco de la Justicia, el último intento serio, aunque algo autocomplaciente y tibio, de reflexión del propio órgano de gobierno de los jueces sobre ese poder judicial que, como dijera Hamilton, “es, sin comparación, el más débil de los tres poderes”; aunque puede y debe actuar (y así lo hace en las democracias avanzadas de nuestro entorno) de freno de los demás poderes, y no simplemente de acompañante complaciente del poder de turno. Este último, sin embargo, es el rol que le hemos adjudicado en España, que otros quieren cambiar por el de defensor de las esencias corporativas del gremio judicial. No tenemos término medio, ni al parecer remedio. Y, mientras tanto, la Justicia esperando que alguien se ocupe de ella. Triste destino.