JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO-EL PAÍS
- La izquierda debería volver a la fórmula política que mejor ha funcionado en la historia: la comprometida con la democracia parlamentaria y el mercado libre complementado con un Estado de bienestar
Los análisis que circulan sobre la abrumadora derrota de la izquierda en Madrid tienden a ser coyunturales, relacionándola con la pandemia, errores de la campaña, mala elección o deslices de los candidatos. Pero hay un argumento repetido que creo más revelador: un reproche a los votantes, a los que se acusa de carecer de la racionalidad esperable en ellos, de traicionar o desconoce sus verdaderos intereses. Lo que no pueden comprender (Monedero dixit) es que el pueblo haya regalado el poder a sus enemigos, a los que viven de él, a los que le oprimen, a sus “señoritos”.¿No será que, en vez de ser tontos o traidores los votantes, los esquemas explicativos de la izquierda son inadecuados?
Hablar de “izquierda” es, por supuesto, simplificar (como hablar de “derecha”). Hay varias y diversas, procedentes sobre todo de dos familias: la revolucionaria o comunista y la reformista o socialdemócrata. Pero ellos mismos se meten en un solo saco al llamarse “fuerzas progresistas”. Supongamos que es así, que existe esta unidad, hagamos de ella un tipo ideal y analicemos su esquema mental básico.
El vocablo mismo “progresista” dice mucho, porque el primer artículo de su fe es la idea del progreso, la creencia en que las sociedades humanas caminan desde la ignorancia, la opresión y la miseria hacia la cultura, la libertad y el bienestar. Un avance que la izquierda defiende y al que la derecha (reacción) se opone. El progresista, claro, actúa por idealismo, por principios (le atraen la libertad, la justicia, la cultura); el reaccionario, en cambio, por mezquino interés, por mantener su privilegiada situación en la jerarquía social.
El segundo pilar de su esquema es la lucha de clases. Que supone hoy un enfrentamiento burguesía-proletariado, o patronos-trabajadores, abocado a un inexorable triunfo de los segundos, que limitarán o eliminarán la propiedad privada (origen último de todos los conflictos sociales).
Sobre este planteamiento, lo primero que destaca es su antigüedad (la idea del progreso viene del siglo XVIII; la lucha de clases, del XIX). Y su maniqueísmo. Y su insufrible superioridad moral. La humanidad, sin duda, ha progresado. Hoy se alimenta mejor, vive más años, es más culta y soporta menos opresión política que hace mil años. Pero no todo progreso es avance: recuerden los destrozos ambientales; o experimentos políticos, como comunismo y fascismo, que parecieron modernos frente al “caduco parlamentarismo liberal” y resultaron ser locuras criminales.
Que el núcleo de los conflictos de nuestra sociedad sea su división en dos clases, irremediablemente enfrentadas, es otra simpleza. ¿Quién no es “trabajador” hoy? ¿Un autónomo es un patrono? Como lo es plantear como principal dilema actual la estatalización de la economía frente al neo-liberalismo salvaje. Estos son los polos antagónicos de un discurso catastrofista. Aparte de que muchos de los problemas modernos no son económicos, sino identitarios, culturales, ecológicos o relacionados con el derecho al ocio o la salud mental.
Este “izquierdista” ideal que dibujamos, obsesionado con la igualdad, relega la libertad a segundo plano. Y la libertad, además de muy atractiva, es la clave de la creatividad, del crecimiento. Pero es que nuestro izquierdista tipo, pese a que dice que la economía es la clave de todo, se despreocupa del crecimiento económico. Si hay una libertad a la que él detesta especialmente es la libertad de mercado. La suprimiría sin vacilar en su economía nacionalizada o fuertemente regulada. Sin embargo, las economías colectivizadas han demostrado ser paralizantes. El mercado libre ha sido, en general, más creativo. Otra cosa que la izquierda podría reconocer algún día.
En vez de hacerlo, se muestra tolerante con el comunismo, o los restos de comunismo: en Cuba no habrá libertad, concede, pero hay educación o sanidad para todo el mundo… Lo cual le distancia del ciudadano actual, que ni en su peor pesadilla quiere vivir en Cuba (o Corea del Norte, o Venezuela; por no hablar de la URSS de Stalin o la Europa oriental anterior a 1989). ¿Por qué no abjura la izquierda, de una vez, del comunismo? Como hizo con el marxismo la SPD alemana en Bad Godesberg, o el PSOE, forzado por González, en 1979. Al revés, en el Gobierno español actual sigue habiendo comunistas confesos. ¿Creen que eso les da votos?
En resumen, la izquierda debería partir de la fórmula política que mejor ha funcionado en la historia humana: la socialdemocracia europea anterior a 1980. Que se comprometía con la democracia parlamentaria y el mercado libre como motor del crecimiento económico, aunque complementado con un Estado de Bienestar o colchón protector para los más débiles. Sobre ese tándem dirigió economías boyantes y ganó elecciones durante cuarenta años. Le desprestigió su monopolio del poder, el clientelismo, la burocratización, el exceso de impuestos, la mala gestión de los servicios públicos, los frenos que todo ello suponía para el crecimiento económico. Céntrese, pues, en esos problemas. Proponga un mercado regulado pero no dirigido, políticas fiscales redistributivas, derechos sociales, educación de calidad y accesible a todos, administración pública eficaz y controlada por los ciudadanos, defensa de los derechos de minorías culturales o de género (que no consiste sólo en hablar de “ellos y ellas y elles”; lo que añade a su moralina una pedantería muy alejada de ese pueblo al que dice defender)…
Céntrese, sobre todo (la izquierda; o la derecha, qué más da; quien quiera gobernar bien), en problemas políticos, porque es lo propio de la pugna política; y porque es la clave de todo lo demás. Un Estado ineficaz no puede resolver nada. El Estado debe funcionar, gestionar bien, la burocracia debe estar preparada e imbuida de sentido de servicio público. ¿A quién se le ocurriría poner la economía en manos de una burocracia corrupta e incompetente? Antepongamos a cualquier otra exigencia la buena gobernanza y el fortalecimiento del Estado de Derecho. Porque sólo un poder controlado y limitado, pero eficaz, permitirá aumentar a la vez la igualdad y la libertad.
En el caso español, a todo esto se añade un problema de la máxima gravedad: la organización territorial del poder. Para el que la izquierda nunca ha sabido ofrecer una solución clara. Cargada de mala conciencia ante un españolismo asociado al franquismo, coquetea con los nacionalistas periféricos. El gobierno actual llegó a serlo con el apoyo de ERC y Bildu. Con lo que regaló la bandera nacional a la derecha. Elabore y defienda de una vez el PSOE una propuesta seria de reorganización territorial del Estado, un federalismo completo, con clara delimitación de competencias y adscripción de recursos, con órganos de coordinación (Senado, para empezar) y de arbitraje (Tribunal Constitucional consensuado) y con un compromiso de lealtad que excluya independentismos e intentos de recentralización.
Sólo planteándose estos temas podrán los aspirantes a líderes adecuarse a los tiempos y al lugar en el que viven. Y el electorado dejará de verles como anticuados y arrellanados en el poder.