EL CORREO 25/04/14
CARLOS FERNÁNDEZ DE CASADEVANTE ROMANI, CATEDRÁTICO DE DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO Y RELACIONES INTERNACIONALES DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS
· Restituir en su derecho de voto a los vascos desterrados por el terrorismo sería un acto de justicia que muy probablemente no tendría incidencia electoral
Las reacciones del nacionalismo vasco (Gobierno vasco y partidos) cada vez que se plantea la cuestión de que los desterrados por causa del terrorismo de ETA puedan recuperar el derecho de voto del que fueron privados, demuestran lo lejos que se encuentran de entender y de aceptar las consecuencias de un terrorismo practicado durante cinco décadas y que, en aras de la imposición de un proyecto político compartido por todos los nacionalistas, ha supuesto el sacrificio real de miles de ciudadanos vascos y del resto de España. El destierro es sólo una de sus modalidades. Al mismo tiempo, esas reacciones ponen de manifiesto el desconocimiento o la vacuidad de los grandes conceptos a los que recurren y que riegan el pomposo ‘Plan de Paz y Convivencia’ del Gobierno vasco, como es el caso del concepto de ‘reparación’.
En efecto, es fácil –y muy cómodo– hablar de la reparación a las víctimas del terrorismo cuando la misma se limita a los abrazos, las palmaditas y las indemnizaciones. Tales gestos, aunque tangibles, lo son bastante menos que el de restituir de su derecho de voto a todos aquellos que fueron privados de facto de él al ser obligados a abandonar el País Vasco o que, de no haberse marchado, lo hubieran perdido también porque hubieran sido asesinados. Todavía peor, desterrando a la primera generación (los padres) consiguieron privar del derecho de voto a sus hijos y a sus nietos que arraigaron en otras tierras.
¿Dónde estaban entonces las dos ‘tradiciones políticas’ nacionalistas de las que habla el Plan de Paz y Convivencia? Una de ellas, claramente apoyando la persecución y el destierro. La otra, viendo la huida y en silencio. ¿Alguien clamó entonces por la alteración del censo electoral como consecuencia de todo ello? En las hemerotecas no hay ni una línea al respecto.
¿Cómo no recordar ahora la soledad de tantos vecinos que hacían las maletas para no ser asesinados cuando la amenaza de serlo era real, así como la de tantos otros que asimismo hicieron sus maletas antes de que la amenaza también les llegara? ¿Quién no lo recuerda? Somos muchos los testigos de ese destierro. ¿No merecen esas víctimas ninguna reparación? ¿Ni siquiera la reparación de ser restituidos formalmente en su derecho de voto aunque muy probablemente nunca lo ejerzan porque ya nada tienen en el País Vasco?
Sólo el desconocimiento de lo que esa tragedia de desarraigo ha supuesto para tantas familias vascas –o los réditos extraídos de esa alteración del censo electoral– pueden explicar declaraciones y afirmaciones que revelan una absoluta falta de empatía con esas víctimas del terrorismo. Algunas destacan negativamente por su simpleza. Es el caso de la afirmación del sinsentido de que tales desterrados voten en Euskadi cuando pueden regresar toda vez que no hay ningún elemento que impida ya su regreso.
Es evidente que quien eso afirma carece de la experiencia del destierro. No sólo porque semejante afirmación desconoce los muchos impedimentos que sí existen para regresar sino, también, por los muchos obstáculos que aconsejan no hacerlo. ¿Acaso es posible levantar casa, familia, trabajo, relaciones sociales sólidamente establecidas en otra parte de España como quien desmonta una tienda de campaña para plantarla nuevamente en cualquier pradera vasca, después de décadas de ausencia forzada? ¿Qué queda de conocido y quien queda de cercano en la tierra de origen? Muy probablemente, nada ni nadie. Para los hijos y los nietos, con certeza casi total.
Por otra parte, detalle nada nimio, ¿para qué regresar incluso en la hipótesis del portavoz del Gobierno vasco de que Euskadi sea ya «una comunidad política que no presenta ninguna razón ni política, ni económica, ni social, ni de convivencia que impida la residencia efectiva en su territorio por parte de quien así lo desee» una vez finalizado –en apariencia– el terrorismo cuando, a las ausencias anteriores se añade la presencia cierta de los victimarios en las instituciones? ¿Qué víctima del destierro por causa del terrorismo de ETA va a regresar a su municipio de origen para contemplar diariamente el espectáculo de que la ideología que le victimizó y quienes decidieron, contribuyeron o apoyaron su victimización no sólo continúan en él sino que además están ahora en las instituciones? ¿Qué hijo o nieto de desterrado anhela hacer semejante experiencia después de haber vivido en propia carne el sufrimiento de sus padres desterrados? Concluirán conmigo que ninguno. Entre otras cosas, porque no merece la pena. No sólo el regresar en tales circunstancias, en el caso de que el regreso fuera posible. También, porque para hacerlo hay que deshacer los lazos firmemente establecidos allá donde el destierro les llevó y donde fueron acogidos.
En definitiva, restituir en su derecho de voto a los vascos desterrados y a sus descendientes es sobre todo un acto de justicia y de reparación que muy probablemente no tendrá ninguna incidencia electoral. Sólo por eso el Estado –que también ha estado permanentemente ausente respecto de esos ciudadanos– debería acometerlo. Idénticos motivos deberían conducir al Gobierno vasco a promover esa medida manifestando con hechos concretos que, en materia de reparación a las víctimas del terrorismo –en este caso, los desterrados– es capaz de predicar con el ejemplo.