Las heridas que pudieran quedar abiertas tras un fallo judicial favorable a la inscripción del nuevo partido no deberán seguir sangrando eternamente, si políticos y ciudadanos toman el relevo de los jueces y desempeñan apropiadamente el papel que les corresponde en este guión.
Están todavía reajustándose las placas tectónicas tras el terremoto que ha sacudido la política del país con la presentación del nuevo proyecto de partido que quiere ocupar el espacio dejado vacante por la ilegalizada Batasuna. No es de extrañar que el debate que se ha abierto entre políticos, analistas y ciudadanos de a pie no acabe aún de aclararse sobre el papel que a cada uno le corresponde desempeñar en el nuevo escenario. Pero, pasada ya la primera conmoción, parece conveniente comenzar a distinguir ciertos planos que han quedado confusos, de modo que nadie pueda esperar de éste lo que le debe dar a aquél ni cargar sobre las espaldas de otro responsabilidades que son propias.
Procede, pues, por bajar a lo concreto, que vayamos aclarándonos poco a poco sobre qué es lo que les toca resolver a los jueces, qué regular a los políticos y qué digerir y metabolizar a la ciudadanía. Distinguir, en suma, los planos judicial, político y ético del caso, en la medida en que tal distinción sea posible y no se hallen aquellos inextricablemente entrelazados al no ser ninguno de ellos del todo ajeno a los demás.
Lo primero que debería ser incontestado, una vez que el Ministerio del Interior ha decidido remitir el caso a la Justicia, es que la admisión o inadmisión del proyecto de nuevo partido en el sistema democrático dependerá en exclusiva de la resolución del Tribunal Supremo o, en su caso, del Constitucional. Vergüenza le da a uno tener que afirmar cosa tan obvia, más sabiendo que con tamaña afirmación se arriesga a ser tachado de ingenuo o incluso de vendido al ‘establishment’. Pero, después de haber oído decir a algunos, de un lado y otro de la bancada parlamentaria, que, cualquiera que sea la decisión judicial, no va a poder disimular la larga mano del ministro Pérez Rubalcaba, a uno le parece obligado dejar constancia de lo que es, más que una mera convención democrática, una sincera convicción personal.
Tan defendible, por cierto, y desde luego mucho menos osada y pretenciosa que esa otra que acaba de expresar el portavoz del PNV en el Congreso, al trazarnos de antemano el zigzagueante trayecto que, en su opinión, va a recorrer el proceso judicial, desde la artera decisión del taimado ministro hasta la garantista sentencia favorable del Tribunal Constitucional, pasando por el medroso y hasta amañado rechazo del Supremo. ¡Todo un ejercicio de profética clarividencia!
Ahora bien, pronunciada la definitiva sentencia judicial, también ha de quedar claro desde ahora que no va a ser en absoluto satisfactoria. No lo será, sin duda, y por razones bien obvias, si es denegatoria de la solicitud de admisión. Pero tampoco en el caso contrario, y no tanto por el hecho mismo de lo que la sentencia diga cuanto por lo que habrá dejado de decir. Y es que una sentencia de admisión, si se diere, dejará inevitablemente abiertas ciertas heridas que los jueces nunca podrán suturar con sus razonamientos jurídicos.
Una de las heridas que quedaría, a mi entender, cuando menos, entreabierta, caso de que se diera una sentencia judicial de admisión, por perfecta que fuere, sería la que habría de causar la previsible ausencia de una total y absoluta claridad en la ruptura del nuevo partido respecto de su pasado. Porque, si hasta para la iglesia vale el dicho de que ‘de internis non iudicat’, es decir, si ni siquiera la iglesia juzga de las convicciones más íntimas de sus fieles, ¡cuánto menos podrá exigírsele a un tribunal no inquisitorial, por mucho que se llame Supremo o Constitucional, que se adentre en un proceso de intenciones que llegue hasta el estrato más hondo del alma en el que se producen el arrepentimiento y la solicitud de perdón!
A este propósito, y si se me permite la comparación -que quiere ser más gráfica que frívola-, que nadie se llame a engaño, imaginándose que vaya a representarse aquí aquella escena del auto sacramental de ‘moros y cristianos’ que se celebraba, según tengo oído, en Antzuola, en la que el vencido sarraceno, apeado de su montura, respondía con un humilde y sincero «sí, errenunsio» a la pregunta «¿errenunsias a Mahoma?» que le dirigía el alcalde, para a continuación obedecer, con la misma humildad y sumisión, la orden de «pisar la turbante» y «erretirarse a sus arkupes». Me temo que, frente a la claridad de aquella renuncia tan nítida del aterrado sarraceno, mucho va a quedar en nuestro caso de silencio y disimulo. ¡Aunque, a la vista de lo que estamos viendo y oyendo estos últimos días, tampoco me atrevería a excluir del todo que una escena parecida a aquella acabe representándose en nuestro caso!
Sin embargo, las heridas que pudieran quedar abiertas tras un fallo judicial favorable a la inscripción del nuevo partido no deberán seguir sangrando eternamente, si políticos y ciudadanos toman el relevo de los jueces y desempeñan apropiadamente el papel que les corresponde en este guión. Porque son, en efecto, aquellos, más allá de lo que digan las sentencias, los encargados de guardar fielmente la memoria de lo que realmente ha pasado en este país a lo largo del último medio siglo y transmitirla a las generaciones venideras, sin tergiversar ni confundir los papeles que cada uno ha desempeñado en esta dramática y deplorable historia.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 13/2/2011