FRANCISCO DE BORJA LASHERAS – EL MUNDO – 23/06/16
· El principal reto al que se enfrenta hoy la UE pasa, según el autor, por dar una respuesta adecuada a los ciudadanos que han perdido con la globalización, pero sin caer en recetas populistas, racistas o xenófobas.
En esa gran comedia de los Monty Python, La vida de Brian, el Frente Nacional de Liberación de Judea delibera sesudamente sobre cómo secuestrar a la mujer de Pilatos. Si el «imperialismo» de Roma no se pliega a sus exigencias, le cortarán la cabeza. Un hecho cuya «total responsabilidad», clama el líder, corresponderá sólo a Roma, pues, «¿qué es lo que han hecho los romanos por nosotros?». De pronto, los pseudo-revolucionarios comienzan a enumerar, espontáneamente, los beneficios que Roma habría traído a Judea, desde acueductos y carreteras, hasta un mejor sistema de salud pública. O la paz, añade tímidamente uno de ellos. El líder, abrumado por la evidencia, estalla: «¿Paz? Oh, cállate».
Sustituyamos «imperialismo romano» por integración europea u «Occidente», y vemos de cuán actualidad es esta escena. La vemos en discusiones en las cervecerías del Yorkshire y las pequeñas casitas adosadas de la Inglaterra profunda, que votará hoy mayormente Brexit, así como en universidades, proclamas partidistas o la sede del propio Parlamento Europeo. Es la escena habitual en esta Europa asediada por la contestación interna, las contradicciones y dejación de tantos Estados (y sociedades) en sus valores básicos en la crisis de refugiados –por no hablar del asedio, a bombazo limpio, por yihadistas europeos–. «Europe, go home».
Si queríamos la máxima politización del proyecto europeo, aquí está. Pero tiene lugar en un contexto de erosión de los sistemas de partidos democráticos y de gobernanza institucional, así como de irracionalidad y violencia política, que amenazan con destruirlo de hecho.
En mi opinión, vemos dos grandes discursos políticos enfrentados: Europa como el mal, o la inevitabilidad de Europa como único camino o la solución. El primero, a la ofensiva, achaca a la UE casi todos los males de nuestras sociedades modernas, desde la presión sobre el Estado social, hasta la inseguridad y los conflictos en nuestras fronteras. Por ejemplo, uno de los líderes políticos más valorados en España, afirmaba en un mitin, sin sonrojo alguno, que «los que mueren en el Mediterráneo son pobres que huyen de guerras provocadas por la UE». Esos «pobres» suelen hablar de Assad o IS, pero da igual. Un mensaje parecido al de Nigel Farage, líder de UKIP, quien posaba junto a un cartel con una larga línea de refugiados: seres humanos desesperados presentados como amenaza. Todos esos oscuros extranjeros y musulmanes llegarían al Reino Unido, claro está, por culpa de la UE.
Tal discurso maniqueo, cegado a veces por la ideología, y uniendo a la izquierda regresiva y la derecha nacionalista, absolutiza medias verdades, enfatiza falsedades o inexactitudes, y demoniza la Europa «imperialista» o «contra el ciudadano de a pie». Sale gratis –el micrófono todo lo admite– y vende bien. Da respuestas unidimensionales a problemas demasiado complejos y que requieren demasiados compromisos, limitando el espacio público para una discusión racional, fundamentada e igualmente crítica. Además, al externalizar la responsabilidad en ese ente maligno y abstracto, Europa, se evita la asunción de responsabilidades en nuestros países y sistemas sobre la larga lista de fracasos colectivos y abusos, dentro y fuera, que nos han conducido aquí. Por ejemplo, ¿tendríamos tantos millones de refugiados y desplazados sirios si hubiera tenido lugar una intervención multilateral en 2011, sin bloqueo de ONU, en vez de repetir otra Bosnia?
El segundo discurso, a la defensiva hoy, presenta a Europa, en manidos términos orteguianos, como la única solución, aunque imperfecta, o incluso una panacea. Su ausencia sería el Armagedón. Este discurso puede servir de contrapeso reactivo a los instintos centrífugos que hoy golpean Europa, pero será insuficiente. Más allá de la premisa básica –y cierta– de que es mejor e incluso imprescindible mantener intacta esta comunidad política y económica de estados llamada UE, no existe una visión compartida coherente sobre el futuro de una Unión que significa cosas demasiado diferentes para unos y otros en lo que concierne al euro, la consolidación fiscal, o la política de seguridad. Estas divisiones difuminan, sin duda, otros compromisos alcanzados, así como las bondades del proyecto europeo en aspectos que, de tan integrados en nuestras vidas, ya no son visibles para esta generación, o para responder a retos globales existenciales para la de mañana, como el cambio climático.
Pero exaltar los beneficios comunes sin abordar las flagrantes contradicciones y, sobre todo, límites del proyecto, no basta. No hablemos de conceptos vacuos como los «Estados Unidos de Europa», lugar común que, más allá del Ducado de Luxemburgo de Juncker, no interesa realmente a actores clave, a menos, por supuesto, que queramos sacrificarnos por otros europeos y hacer cesiones de soberanía a niveles históricos sin precedentes.
Sobre todo, nuestras élites no deberían, sin más, promover «Europa» como solución sin abordar la realidad de que, como en todo proyecto político, habrá ganadores y perdedores. Pensemos, por ejemplo, en los trabajadores de Manchester que votarán Brexit o los de las fábricas hundidas del Noroeste francés que lo harán por Le Pen en 2017. De fondo, hay un desafío transversal en nuestras sociedades como son los perdedores de la globalización, que encuentran ahora en la Unión Europea su né- mesis, equiparada a inmigración, extranjeros e inseguridad. La cuestión estriba en cómo minimizar esos desequilibrios y cómo lograr un proceso más redistributivo y justo de los beneficios de Europa, pero siendo muy conscientes de sus límites. Cómo responder ante problemas reales de clases que pierden con esta globalización y que apoyan los populismos y eurófobos, pero cerrando filas ante el racismo y la xenofobia.
Tampoco basta con insistir machaconamente, como ha hecho la campaña por Bremain, en cálculos puramente utilitarios y materialistas que tanto priman en la actualidad. Avisar del precipicio no frena la tentación de asomarse a él. Este énfasis en lo utilitario soslaya la latente tentación humana por «tambores, banderas y desfiles», de que hablaba Orwell. Tambores y ruido que a veces priman sobre el «confort, higiene y sentido común», sobre todo cuando los nuevos populistas y revolucionarios unen, de manera brillante, frustración e inspiración, con promesas de bienestar mejor que los acueductos de Roma. Un riesgo adicional del utilitarismo es que, pasada la tormenta, chocaremos otra vez con la realidad de que tiene poco recorrido agregar intereses materiales e individuales para crear un tejido de intereses colectivos, con sus sacrificios y compromisos, como base de una Europa mejor y más fuerte.
Por todo ello, el polarizado debate en torno al referéndum de hoy pone en evidencia unos cuantos dilemas y contradicciones sin solución inmediata. Sea Brexit, sea Bremain, las tensiones continuarán, parte de procesos de transformación en nuestras sociedades, en una globalización tan asimétrica y problemática. Pero entre la Europa del caos, el continuismo o la de los populo-nacionalistas, hay otras opciones. Una opción minimalista pasaría por frenar o mitigar esta fragmentación política, estableciendo compromisos entre visiones nacionales diferentes, apostando por una integración política limitada, y priorizando aspectos como la recuperación económica y la seguridad interna.
Una Europa a la carta. Otra opción pasaría por procurar impulsar la integración democrática de un núcleo central dentro de un ente confederal débil que aglutinaría además a nuevos países europeos. Europa sería un espacio compartido y de cierta prosperidad, pero de integración diferenciada. En cualquiera de los casos, hablamos de una Europa menos utópica y más realista, pero, idealmente, renovada en torno a grandes acuerdos políticos sobre bienes comunes tangibles. Bienes como la seguridad compartida, desde el Este a las arenas del Sahel, o las bases de un bienestar social equilibrado para el siglo XXI. Una Europa protectora, aunque no pueda serlo de todos, y competitiva en el mundo.
Estas nociones están llenas de dilemas, pero son mejores que el caos y el statu quo. Admiten que Europa es la solución para algunos de los desafíos de nuestra era. No lo es tanto para otras cuestiones que requieren, como en España, nuevos consensos políticos y Estados-nación democráticos y plurales. Tanto para unos como para otros, eso sí, necesitamos verdaderos líderes europeos, llenos de sentido del Estado y realismo, pero no conformistas. No tanto showbiz o pseudo-revolucionarios del Frente Nacional de Liberación de Judea, por muy entretenidos que resulten e incluso necesarios para remover un maltrecho statu quo.
Francisco de Borja Lasheras es director adjunto de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.