Todo acto terrorista acaba sobredimensionado por el tratamiento que le da la sociedad golpeada. Se trata de blindar nuestra sociedad, no sólo técnica, sino política e ideológicamente, ante el terrorismo. Y no se está haciendo de ninguna manera. Nos regodeamos en una suicida actitud de enfrentamiento ante el terrorismo, a la búsqueda de réditos electorales partidistas.
No ha existido hecho, por dramático que fuera, que haya permitido la necesaria catarsis de la acción política en España. La manipulada consigna de la solidaridad o el todos unidos frente al terrorismo no determinan suficientemente la responsabilidad política. Por el contrario, lo que se ha producido es un envilecimiento posterior de las relaciones hasta límites escandalosos. La política se ha sustituido por la mera propaganda y los consensos ante los retos más serios no pasan de la mera presencia en la foto o en buenas palabras ante los que han padecido directamente el terrorismo. Luego, como la violencia es el fenómeno político más manipulable, porque afecta de con una fuerza emocional enorme, se instrumentaliza con vileza, convirtiendo en hipócritas las buenas palabras, que se transforman en prólogo falsario de un partidismos cainita en el tratamiento de una tragedia que nos afecta a todos.
No sin problemas, las campanas de Madrid repicaron en recuerdo de las víctimas del 11-M. Repicaron por las víctimas, repicaron en su recuerdo, para recordar el atentado del 11-M a todo el mundo. Y salvo los embrutecidos, todos sentimos el pesar y el dolor, y los buenos sentimientos, previos a los discursos morales y éticos, emergieron. Pero no son suficientes los buenos sentimientos ni los discursos éticos y morales, si no influyen en la política. Es necesaria una traslación a la política de esos planteamientos, pero el salto no llega. Por el contrario, se abre paso la pelea más destructiva, buscando responsables y culpables en quienes no pusieron las bombas, en las personas con las que tenemos que convivir, destrozando así el espacio político y cívico. Se intenta hallar el chivo expiatorio en la persona de al lado, en inocentes, buscando en ese acto impío la solución, la redención de nuestro irracional y salvaje comportamiento, como en las tribus primitivas
Es un desastre que no se haya llegado en la Comisión parlamentario del 11-M a consenso alguno. Dicha comisión se fue perfilando a la búsqueda de responsabilidades políticas por el atentado y la posterior capitalización del mismo, y se rebajó la búsqueda de soluciones para el futuro. Ya está dicho. Y sigue siendo un comportamiento desleal con la convivencia democrática sacrificar a Gregorio Peces Barba, el Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo, acusándole, a pesar de posibles errores, de «amparar a los verdugos», no dejándole pasar ni una e interpretando de la peor forma posible sus declaraciones y sin darle un día de tregua. No es responsable un comportamiento que acaba en la sectarización de la política y la división no sólo en el seno de la sociedad, sino entre los mismos colectivos de las víctimas del terrorismo. Seguro que los autores del atentado imaginaron las repercusiones tan profundas y prolongadas en el tiempo que han generado. Y lo peor es que todos los protagonistas del enfrentamiento político que vivimos se consideran satisfechos con la defensa de sus respectivas posturas. Y lo manifiestan con toda sinceridad.
Todo acto terrorista acaba sobredimensionado por el tratamiento posterior que le da la sociedad que se ha visto golpeada. Una sociedad mal articulada políticamente tiende a profundizar el daño que el terror ha causado; una sociedad sin tradición democrática promueve situaciones que tienden hacia el caos y anima a los terroristas a persistir en sus atentados porque saben que es tremendamente vulnerable. La responsabilidad ante estos actos de terror de los responsables políticos y mediáticos es enorme. No se trata de discutir sólo el trasvase de un río o el nivel impositivo fiscal: se trata de blindar, en la medida de lo posible, y no sólo técnica, sino política e ideológicamente, nuestra sociedad ante las intenciones del terrorismo. Y no se está haciendo de ninguna manera. Por el contrario, nos regodeamos en una suicida actitud de enfrentamiento ante el terrorismo, a la búsqueda de réditos electorales partidistas y, en ocasiones, hasta personales.
En esta situación, como Robert Jordan, el protagonista de la novela de Hemingway sobre la guerra civil, podríamos preguntarnos por quién doblan las campanas. Y no tendríamos que concluir como él: «La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti».
Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 17/3/2005