Reproche al buenismo

ABC 02/08/14 
JUAN VAN-HALEN, ESCRITOR. ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA HISTORIA Y DE BELLAS ARTES DE SAN FERNANDO

· Creer a pie juntillas que el diálogo y el buen talante todo lo arreglan es una deformación que no se pueden permitir los dirigentes políticos con responsabilidad. El diálogo es un medio, pero no un fin, y en todo caso tiene sus límites. Hay asuntos sobre los que no cabe dialogar (su marco ha de ser la legalidad) e interlocutores imposibles

Este neologismo de uso corriente, que no sé si recogerá la próxima edición del Diccionario de la Academia, viene atribuyéndose a las políticas de buen talante, a lo que llaman buen rollito, a la condescendencia y el apaciguamiento como fines en sí mismos. No pocos ciudadanos consideran al buenismo como debilidad. Poner la otra mejilla al recibir una bofetada es una frase metafórica del Sermón de la Montaña, pero tal actitud no es aconsejable a la hora de gobernar a los pueblos. El buenista, de entrada, nunca dice no. Sus primeras palabras suelen ser «vamos a dialogar», aunque él sea el único de los interlocutores dispuesto a ello. El buenista cree que la mano tendida arregla los conflictos, pero no es así. La debilidad de una parte fortalece y amplía las demandas de la otra. Todos no somos justos y benéficos, aunque lo proclamasen ingenuamente los constitucionalistas de Cádiz.

Creer a pie juntillas que el diálogo y el buen talante todo lo arreglan es una deformación que no se pueden permitir los dirigentes políticos con responsabilidad. El diálogo es un medio, pero no un fin, y en todo caso tiene sus límites. Hay asuntos sobre los que no cabe dialogar (su marco ha de ser la legalidad) e interlocutores imposibles. El diálogo inútil lo enmaraña todo, no conduce a nada o conduce al desengaño o la melancolía. Ya nos dijo Poe: «En un caso de cien, un asunto se discute porque es oscuro, en los noventa y nueve restantes es oscuro porque se discute excesivamente». A menudo por la vía de un mal entendido apaciguamiento más de un Gobierno ha hecho repetidamente el ridículo. Es un fenómeno universal.

El buenismo tiene no poco que ver con la pasividad. La galbana se viene adueñando de ciertas élites dirigentes que creen que el tiempo resuelve los asuntos vidriosos y atempera los enfrentamientos. Lo cierto es que el tiempo complica las situaciones cuando no se afrontan desde el convencimiento y la determinación. Los apáticos responden con las buenas palabras o el silencio a las provocaciones, y retrasan las respuestas, incluso las legítimas de las leyes, en espera de que todo vaya mejor.

A ciertos políticos las oportunidades les sobran; no hay que darles oportunidades que su obstinación en el error no merece. Suelen estar aferrados pertinazmente a sus desvíos en medio de la lisonja de sus palmeros. Les faltan inteligencia y altura de miras y les sobran autocomplacencia y egoísmo. Bertrand Russell escribió que «gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes, llenos de dudas». En una democracia al dirigente político arropado por las mayorías no debe condicionarle el buenismo ni amedrentarle el griterío callejero, y ha de convertir las lógicas dudas de su inteligencia en certidumbres y en acciones.

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial algunos países que luego fueron aliados en la contienda, el Reino Unido y Francia entre otros, ejercieron con el régimen nazi un buenismo avant

lalettre. Su apaciguamiento suicida fue creciendo al tiempo que se elevaban las exigencias hitlerianas, apuntaladas en ocupaciones territoriales de sus ejércitos. El mundo sufrió pronto el resultado de aquel espejismo conciliador. Churchill fue una de las pocas voces que anunciaron la inutilidad del buen rollito.

La política buenista desemboca en que cada cual haga lo que le venga en gana, que se hable de derechos y no de deberes, que se prefiera pedir perdón a pedir cuentas, que, ante una situación compleja que ofende al conjunto de una Nación o supone un incumplimiento reiterado de las reglas del juego democrático, nos conformemos con un pasmado «podía haber sido peor», o con girar la mirada hacia otro lado. El buenismo da lugar a mensajes que son entendidos como heraldos de debilidad y rendición por quienes producen las situaciones anómalas en lugar de cumplir el objetivo deseado de encauzarles hacia el buen sentido y la reacción responsable.

Está demostrado que el buenismo acaba siendo un puntal esencial para los enemigos de la libertad, del bien común y del sistema democrático porque, mientras desde esa mano tendida se supone erróneamente que habrán de conseguirse el apaciguamiento y la reflexión, quienes se aprovechan de ese buen talante, lejos de moderarse, radicalizan sus exigencias. Y, al cabo, nada se arregla y los de siempre, los ciudadanos, pagan los vidrios rotos. Podrían citarse muchos ejemplos de calado aquí y allá, pero tenemos un cercano caso de buenismo en las decisiones tomadas por la autoridad competente tras la ocupación de un edificio en Barcelona. Se envió a los violentos un mensaje equivocado.

Algún reciente Gobierno español representó la quintaesencia del buenismo; durante él se dieron numerosas situaciones cuya ingenuidad resulta infantil. No voy a comentarlas, pero probablemente el lector recuerda algunas. Aunque la pasividad, la creencia de que el tiempo resuelve los conflictos, y la mano inútilmente tendida a quienes no lo merecen, no suponen actitudes privativas de un gobierno concreto ni tienen solo como escenario nuestro país.

A veces el ciudadano de cualquier país democrático padece la amarga sensación de que las élites dirigentes se creen tan cerca de los acontecimientos y están tan acuciadas por el trabajo de despacho que pierden la perspectiva, como puede ocurrir en la contemplación de una pintura. Parece la lejanía irreal de quien hace pic

nic en un volcán a punto de entrar en erupción. Esa sensación, sin duda con menos conocimiento global que sus dirigentes, la viven los ciudadanos que tienden a pensar, en contra de la tozuda realidad que ya enunció Cánovas, que los problemas complejos se resuelven con soluciones sencillas. Acaso por ello el buenismo a menudo no se entiende, y de ahí el desencanto de una parte del pueblo soberano.

Reprocho al buenismo su pasividad, su falta de aliento, su no descartable confusión con la cobardía. Le reprocho su ceguera, su inutilidad, su condición suicida. León Trotski escribió: «Ante la pasividad del partido, las esperanzas de las masas ceden el puesto a la desilusión, y entretanto, se repone de su pánico el enemigo, y de esta desilusión saca ventaja». A cuento de esta frase, citando el «Refranero» y la célebre fábula de Samaniego, propongo que los altos dirigentes de la cosa pública en los países democráticos sigan «del enemigo el consejo».

Trotski, el viejo revolucionario bolchevique que acabaría asesinado por un comunista catalán siguiendo órdenes de Stalin, reflejaba como mal a evitar la desembocadura letal del buenismo en una de sus formas típicas: la pasividad.