Manuel Cruz-El Confidencial
Valdría la pena preguntarse a qué responde la preocupación por la forma del Estado que de modo recurrente parece manifestarse cada cierto tiempo en bastantes compatriotas
Antes de despedirse del Congreso y coger la baja por paternidad, Pablo Iglesias tomó dos iniciativas. La primera fue la de convocar, de manera apresurada y sin más justificación que la de saber de presunta buena tinta que Pedro Sánchez iba a convocar elecciones legislativas a finales de marzo, unas primarias que en la práctica supusieron la purga de la práctica totalidad de los actuales diputados errejonistas en el Congreso (de hecho, si dejamos fuera de la contabilidad a sus confluencias, solo 24 de los 46 diputados de Podemos se presentaron a repetir en las generales). La segunda iniciativa fue una deposición teórica en forma de artículo (‘¿Para qué sirve hoy la monarquía?’, en ‘El País’) en la que se cuestionaba la forma de Estado que rige en España. Es a esta segunda a la que querría prestar alguna atención en lo que sigue, puesto que de Errejón y del errejonismo ya se ha hablado bastante en los últimos días.
No conozco a nadie que sostenga que el mejor método para acceder a la jefatura del Estado sea «por fecundación» (por decirlo a la manera de Pablo Iglesias), y menos aún si quien accede a tan alta magistratura a través de dicho método dispone por ello de poderes autocráticos ajenos a la soberanía popular. Sin embargo, conozco a muchas personas que no ven un problema, y menos un problema importante, en la existencia de una monarquía cuyo titular vea, por mandato constitucional, limitadas sus capacidades al aliento, impulso y tutela de la democracia. Y aunque no tengo el gusto de conocer a tantas personas en el extranjero como en mi país, parece evidente que es muy amplio el número de ciudadanos que en Reino Unido, Suecia, Noruega o Dinamarca, por mencionar algunos casos destacados, tampoco parecen atribulados porque la jefatura del Estado recaiga en un rey o una reina.
Muchos no ven un problema en la existencia de una monarquía cuyo titular vea, por mandato constitucional, limitadas sus capacidades
Valdría entonces la pena preguntarse a qué responde la preocupación por la forma del Estado que de modo recurrente parece manifestarse cada cierto tiempo en bastantes de nuestros compatriotas (entre los cuales habría que incluir a destacados líderes políticos). Para plantear el asunto con un cierto orden, convendría distinguir entre aquellos que desde siempre han sido partidarios de la forma republicana y aquellos otros a los que la misma preocupación parece sobrevenirles de manera intermitente y un tanto esporádica. Es muy probable que el rechazo de la monarquía por parte de unos y de otros responda a diferentes motivos y requiera, por tanto, de diferentes argumentaciones.
Supongo que se admitirá que en el primer grupo podemos incluir históricamente a los grandes partidos de izquierda de ámbito estatal, que se declararon desde siempre republicanos (si bien en el caso del PSOE la puntualización del accidentalismo resulta fundamental), aunque acabaron asumiendo la monarquía durante la transición. Y lo hicieron, por cierto, antes de que Juan Carlos I obtuviera un amplio respaldo social tras el 23-F por su decidido comportamiento en defensa de la democracia. Parece razonable pensar que la asumieron, no porque no se hubieran planteado la pregunta acerca de la utilidad de la monarquía (pregunta que ahora algunos como Iglesias formulan con el aire de quien descubre el Mediterráneo), sino porque, habiéndosela planteado, llegaron al convencimiento de que, en efecto, podía resultar una institución de utilidad para el país, como el tiempo se encargó enseguida de acreditar.
Ello no significa, ni muchísimo menos, que el actual Rey emérito se ganara con dicho comportamiento ante los golpistas el derecho a quedar a salvo por completo de toda crítica o reproche. Si se me apura, más bien al contrario. De hecho, probablemente la gran paradoja de la trayectoria de Juan Carlos I sea que, habiendo contribuido de manera determinante a la consolidación de la democracia en nuestro país, él mismo debilitó de modo importante a la Corona en sus últimos años como Jefe del Estado, protagonizando episodios escasamente ejemplares en la mente de todos. Pero hay que decir también que fue la propia institución monárquica la que pareció ser consciente de la situación y promovió su abdicación (por completo impensable para los monárquicos más tradicionales) en Felipe VI.
En todo caso, y pasando al segundo grupo de detractores de la institución, la utilidad que quepa atribuir a la monarquía no es asunto que deba valorarse de la forma en que últimamente hacen algunos líderes políticos de la izquierda como Pablo Iglesias, esto es, examinando la evolución de las encuestas de opinión pública. Semejante proceder, amén de su escaso vuelo teórico, entra en conflicto frontal precisamente con lo que siempre se ha presentado como la principal utilidad de la Corona. Porque si alguna virtud destacan los defensores de la misma es precisamente la de no estar al albur de las encuestas y de los cambiantes estados de la opinión pública, esto es, la de ofrecer estabilidad y continuidad al Estado.
Si alguna virtud destacan los defensores de la Corona es la de no estar al albur de las encuestas y de la cambiante opinión pública
Cabe discutir, ciertamente, si valoramos tal cosa como una virtud o no. Ahora bien, si entramos en esa discusión, entonces venimos obligados por pura lógica a dar el siguiente paso y plantearnos la misma pregunta (¿para qué sirve?) respecto a la forma de Estado republicana. Por lo pronto, algo (que a los críticos de izquierda debería importar especialmente) puede afirmarse con total seguridad, y es que los países de Europa que han ido más lejos en la aplicación de políticas redistributivas socialdemócratas han sido los nórdicos, sin que se tenga noticia de que el hecho de que sean monarquías haya representado un obstáculo, ni tan siquiera un lastre, para dicha aplicación.
Sentado lo anterior, valdrá la pena añadir que no deja de ser curioso que quienes más gesticulan a favor de la república frente a la monarquía lo hagan utilizando unos argumentos sospechosamente débiles. Porque, en efecto, algún crítico de estos críticos, ciertamente malpensado, todo hay que decirlo, podría conjeturar que la aparente impugnación de la monarquía en términos meramente instrumentales (esto es, porque no quede claro que sirva para algo) persiga guardarse la carta de poder dar el volantazo correspondiente cuando convenga hacerlo, echando mano del argumento ventajista de que «ahora sí, en las nuevas circunstancias» el Jefe del Estado ha demostrado que puede ser útil al país, o algún otro equivalente. Nuestro malpensado crítico podría puntualizar, para rematar la faena, que su sospecha no contiene juicio de intenciones alguno, sino que, de nuevo, constituye una cuestión de simple aplicación de la lógica: si el gran defecto de la monarquía es que no resulta útil, en el momento en el que pudiera acreditar alguna utilidad, el reproche de esta otra izquierda, de momento tan fervorosamente republicana, decaería y podría abrazar sin problemas el accidentalismo de los socialistas, que ahora tanto censuran.
Una última y breve puntualización acerca de la tesis de que la «vía de la fecundación» para acceder a la Jefatura del Estado implica un déficit de democracia. Resulta más bien dudoso que quienes más insisten en dicha tesis sean realmente los más autorizados para hacerlo. Baste con un solo ejemplo, el que tengo más a mano, para ilustrar esta reserva, aunque seguro que a cualquier lector no le costaría gran esfuerzo encontrar otros cerca de su localidad. El ayuntamiento de Barcelona, muy de izquierdas y republicano él (aunque, en una peculiar interpretación de la laicidad republicana, ha mantenido en el callejero de la ciudad la totalidad de nombres de santos, vírgenes, papas, cardenales, obispos y cargos varios de la iglesia católica), tiene a gala haber eliminado de calles y plazas aquellos otros nombres que tenían resonancias monárquicas, es de suponer que porque sus actuales responsables comparten la opinión de Pablo Iglesias según la cual resulta escandaloso que el poder se pueda transmitir por vía hereditaria. Sin embargo, parece que ven como perfectamente normal y aceptable que se transmita por vía conyugal. Y así, tanto la mismísima alcaldesa como un número no insignificante de sus altos cargos colocaron desde el primer momento en lugares de responsabilidad y poder de la administración municipal a sus compañeros y compañeras sentimentales. La verdad, qué quieren que les diga, a mí esto sí que me suena a déficit de democracia, y bien severo, por cierto.