ANTONIO SOLER-EL PAÍS

  • La imagen de la izquierda española que fundó la Segunda República, moderada y democrática, ha sido frivolizada a lo largo de los años por la ignorancia de unos y la conveniencia de otros

— Si veo que la chica es un poco timorata le suelto que soy republicano y desaparece de inmediato. Así es como me las quito de encima —más o menos de ese modo, jactancioso, se expresaba entre un pequeño grupo de amigos un divorciado reciente enrolado en las filas de Tinder.

En la confusa mente del alegre divorciado, ser republicano debía de ser sinónimo de transgresor, una especie de asaltacaminos de las buenas costumbres. En la de esas supuestas mujeres espantadas, el equivalente republicano será el de un depredador con pocos escrúpulos. Es el andamiaje de una frivolidad, sí. Pero esa frivolidad se corresponde con la imagen de un espejo distorsionado que poco a poco se ha ido levantando en el callejón trasero de la feria política. Por ignorancia de unos y por conveniencia de otros.

En estos días se conmemora el advenimiento de la Segunda República española. 90 años, y algunos llenan el aire de una especie de nostalgia vicaria por algo que no fue, que no dejaron que fuera y que mantiene una relación muy directa con el presente. La tricolor como un sueño truncado de libertad. Una bandera que, al igual que el propio término republicano, a lo largo de estos 90 años ha ido empapándose de vientos y humedades que han acabado por proporcionarle unas tonalidades que nunca tuvieron en su origen. Aquellos que dieron lugar a esa República y quienes hoy la reivindican con más pasión poco tienen que ver. No son hermanos políticos. Uno diría que se trata de parientes lejanos. Y en muchos casos, de parientes mal avenidos.

Quienes conformaron el Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, paso previo e indispensable sin el que no puede entenderse el 14 de abril del año siguiente, tenían muy poco o nada de radicales. Algunos si acaso (Álvaro de Albornoz, Marcelino Domingo, Ángel Galarza) solo el nombre de su partido, que a pesar de la nomenclatura no practicaba ni defendía el radicalismo político tal como ahora se entiende. En aquel pacto estaban Manuel Azaña, Alcalá-Zamora, Casares Quiroga, Alejandro Lerroux o Miguel Maura. Solo a título personal asistió el socialista Indalecio Prieto. El PSOE y la UGT acabarían por unirse a ese movimiento meses más tarde, ya con la firme determinación de derrocar a un Alfonso XIII que había vulnerado la constitución de 1876 y favorecido la dictadura de Primo de Rivera.

Pocos revolucionarios encontramos en ese elenco original. Pocos quemaconventos o furibundos bolcheviques. Ni comunistas ni anarquistas. Lo que había era gente de izquierda más o menos moderada, de centro, catalanistas e incluso representantes (Alcalá-Zamora, Maura) de una derecha monárquica y desengañada, amén de algún populista (Lerroux, el Emperador del Paralelo). En definitiva, los impulsores de la Segunda República pertenecían a una cultura política, en parte enraizada en la Institución Libre de Enseñanza, con un concepto de lo social que los emparentaba directamente con las democracias occidentales. Francia, Gran Bretaña, con su monarquía parlamentaria, eran modelos hacia los que la mayor parte de los padres del nuevo régimen pretendían dirigir un país hundido en la desigualdad, la miseria cultural, el atraso económico y el aislamiento internacional.

La deriva que fueron tomando los acontecimientos —lamentablemente influidos por el crack del 29, por la ebullición social y la confrontación ideológica interna y europea— sabemos perfectamente a qué condujo. Al 18 de julio del 36 y a casi 40 años de oscurantismo y brujería política. Aunque brujería, y en abundancia, también la hubo en los cinco años republicanos y, sobre todo, en los tres años de guerra. El espíritu del Pacto de San Sebastián, aquel republicanismo laico y burgués, acabó diluyéndose como un azucarillo en agua hirviendo a partir del inicio de la contienda. Como recordaría en sus memorias Martínez Saura, secretario de Azaña, una parte del bando republicano tenía “más prisa en combatir a los burgueses y al capitalismo que en dominar a los militares sublevados”.

Esa facción, comunistas, anarquistas, había considerado desde el principio que la República no era un fin en sí misma sino un medio. Un paso previo para llegar a una dictadura del proletariado o a una heterogénea federación en la que el Estado tendría que disolverse. Así que, siguiendo el razonamiento de Martínez Saura no es de extrañar algo de lo que Paul Preston da cuenta en su poliédrica y aguda mirada sobre la España del siglo XX y la Guerra Civil. Cuando a lo largo de la guerra el Ejército sublevado tomaba posiciones republicanas, cada vez iba encontrando más banderas rojas y menos republicanas.

De modo que, más allá de que un Estado republicano pueda representar el mayor grado de democracia posible, habría que cuestionarse qué es exactamente lo que reivindican ahora las banderas tricolores que se ven ondear en determinadas manifestaciones y a quiénes representan históricamente. Uno diría que a Manuel Azaña desde luego que no. Ni a Martínez Barrio, ni a Fernando de los Ríos, ni a Indalecio Prieto. No digamos ya al presidente Alcalá-Zamora y alrededores. Sin querer jugar a la política ficción ni a ser un intérprete de la voz de los cementerios, uno diría que esos personajes firmarían gustosos haber conseguido una democracia, imperfecta pero plena y pacífica, como la que hoy reina en España.

No son pulsiones de espiritista ni especulaciones sofisticadas las que nos llevan a esa conclusión. Solo hay que mirar algunas páginas de la historia. Hojear algunos pasajes de memorias, diarios, o echar mano al libro clave de Santos Juliá, Transición, para entender que eso es así. Si Manuel Azaña, prácticamente desde los inicios de la guerra, consideró que esta era un fracaso venciera quien venciera en el frente y que la única solución era un pacto, una “transición” hacia un Estado en el que lo importante debería ser la democracia y lo de menos el adjetivo —republicano, monárquico— que ese Estado llevara, al acabar la II Guerra Mundial Indalecio Prieto abogó exactamente por lo mismo. No así otros compañeros de exilio, que pudieron considerarlo un traidor y que estaban más en la órbita de Moscú que en la de las democracias occidentales.

Lo que hizo la Transición en gran medida fue recuperar el espíritu de aquellos republicanos de San Sebastián. La Transición culminó —de nuevo Santos Juliá— un camino que se había iniciado muchos años antes de la muerte de Franco. Una república con rey, hay quien lo llama ahora. Algo más simple, una democracia. En cualquier caso, conviene tener claro que quienes siguen cantando como un himno vigente Puente de los Franceses o ¡Ay, Carmela! evocan una parte de la Segunda República, no necesariamente la nuclear, que quedó silenciada por los extremos y las bombas, sino la que nunca creyó en ella más que como puente para ir a otro lado. Una estrategia con la que algunos intentan erosionar el espíritu de la Transición al tiempo que afirman su radicalidad política y otros, jugando a malotes, asustan a las niñas del bosque. El espejo distorsionado. Valle-Inclán afirmaba que su teatro era el sainete multiplicado por cuatro. 90 años después, la imagen que algunos se empeñan en propalar del régimen de 1931 es el de la República divida por cuatro. Un esperpento, una caricatura.

Antonio Soler es escritor.