Ignacio Camacho-ABC
- «Sólo la firmeza de las instituciones puede impedir, en Europa como en América, que los populismos descoyunten la democracia. El gran problema del modelo liberal surgido tras la segunda Gran Guerra es que sus grandes fuerzas dinásticas, las que le han dado estabilidad en el último medio siglo, retroceden acomplejadas ante aventureros extremistas de deriva autocrática»
La palabra es bochorno. Un calambre de vergüenza ajena, de turbación y de sonrojo, ha sacudido la opinión pública de las democracias liberales ante las denigrantes imágenes del asalto al Capitolio. Todo el potente imaginario histórico acuñado desde Tocqueville en torno a la pureza democrática de Norteamérica se ha tambaleado a la vista de un mundo estremecido por el asombro de ver el paradigma universal de la soberanía popular invadido por una turba de fanáticos sediciosos. No cabe, sin embargo, llamarse a escándalo ni a engaño: este alboroto era el final lógico de una Presidencia, la de Donald Trump, que no podía acabar de otro modo. Cuatro años de extravagancias institucionales, fractura civil y populismo estrambótico conducían de modo inevitable al colofón lastimoso de un espectáculo de ignominia y oprobio.
El populismo siempre termina mal porque es portador de una simiente destructiva. Ése es el gran peligro. No es siquiera una ideología, sino una técnica de manipulación de emociones capaz de crear una atmósfera colectiva agitada por pulsiones primarias y sentimientos victimistas que tienen más que ver con la psicología de masas que con la política. Por eso se extiende entre facciones de cualquier signo y unifica a radicales que creen circular en sentidos distintos. El discurso populista se basa en la invención de enemigos -la casta, las élites, los ricos, los inmigrantes, los judíos, la banca, el globalismo- para atraer a capas de población desesperanzadas por el empobrecimiento, el marasmo administrativo, la falta de respuestas o el hastío ante un horizonte vital nublado por el pesimismo. Su combustible es el conflicto, y su herramienta la mentira, el infundio, el éxtasis propagandístico, las falsas promesas de regeneracionismo, las teorías de la conspiración, la demagogia redentorista, la manipulación agresiva de los símbolos. Su fin, la construcción de una sociedad dividida, paranoica y descreída de los mecanismos representativos en la que los ciudadanos renuncien a su libertad individual para entregársela a un caudillo, un hechicero de la tribu que canalice sus impulsos de antagonismo.
Ése ha sido el manual de Trump durante su vertiginosa ascensión y durante todo su extravagante mandato, cuyos éxitos económicos -a la postre relativizados por una calamitosa gestión de la pandemia- no bastan para limpiar un legado de enfrentamiento y discordia coronado por la denigrante irrupción de sus más iluminados partidarios en la solemne sede de los poderes democráticos. La impugnación de su derrota hasta un límite irracional conduce a su país al peor de los escenarios, el de una división en bandos irreconciliables que acabará también quebrando la espina dorsal del propio Partido Republicano, muchos de cuyos votantes respaldan o comprenden el flagrante allanamiento parlamentario que al ser jaleado y consentido por el presidente adquiere el rango de un golpe contra el Estado. A Trump lo votaron en noviembre setenta millones de norteamericanos, que no han resultado suficientes debido a la inédita movilización de unos adversarios igualmente radicalizados. Ese perverso feed-back del mutuo hartazgo ha cuajado en un clima cismático de desconfianza y hostilidad que necesitaría de inmediato el bálsamo de una reconstrucción para la que aún es imposible saber si Biden será el hombre apropiado.
Sólo la firmeza de las instituciones ha impedido que la etapa trumpista logre descoyuntar del todo la democracia americana, como lo lograron Chávez en Venezuela, Kirchner en Argentina, Orban en Hungría o Bolsonaro en Brasil; populistas de toda laya que subvierten la legitimidad de sus victorias electorales para prender la llama con la que abrasar el sistema de libertades en la hoguera de una deriva autocrática. Es poco probable, sin embargo, que otras naciones y otras sociedades adviertan la amenaza. Ahora mismo, populismos de derecha xenófoba están en el poder en Gran Bretaña y alcanzan importantes y crecientes cuotas de representación en Alemania, Francia o Italia, mientras en España -donde también ha emergido un potente partido de inspiración trumpiana-, la extrema izquierda y el nacionalismo sedicioso gobiernan en alianza con un socialismo en pleno proceso de abandono de sus señas moderadas o pragmáticas. El gran problema del modelo democrático surgido tras la segunda Gran Guerra es que sus grandes fuerzas dinásticas, las que le han dado estabilidad en el último medio siglo, pierden apoyo popular a chorros o directamente se baten en retirada plegadas ante un aventurerismo de enorme pujanza.
Con el moderantismo en pleno retroceso, los extremismos se retroalimentan en un perverso juego de espejos para sacar provecho de sus impulsos dialécticos y eliminar cualquier espacio de encuentro. En Estados Unidos, los aparatos demócrata y republicano han quedado bajo secuestro de sectarismos paralelos que estimulan mutuas pasiones de odio y miedo. En España, Vox debe su ascenso a la arrogancia dogmática, subversiva, de Podemos y a la impunidad de un separatismo que con la anuencia suicida del PSOE aspira a destruir el Estado y el régimen desde dentro. Quienes ahora ocupan carteras en el Gobierno alentaron hace pocos años, bajo el inequívoco lema de «Rodea el Congreso», un cerco violento que, como el de Washington, impugnaba el Parlamento como expresión de la soberanía del pueblo. Y a su vez esa deriva insurgente nutre de argumentos a un conservadurismo bizarro que sigue métodos de proselitismo gemelos a los que encumbraron a Trump como paladín del americano blanco medio. Similares fenómenos ocurren en otros países europeos bajo el denominador común de la desaparición progresiva del centro.
Contra ese achique de la democracia liberal sólo sirve el compromiso de las fuerzas políticas convencionales en el respeto por las reglas de juego, la separación de poderes y la estructura institucional de contrapesos. El populismo triunfará si la política no es capaz de levantar -como ha hecho Merkel, por cierto- un cortafuegos y suscribir un pacto tácito o explícito de consenso. De lo contrario se consumará el actual proceso en que los energúmenos condicionan cada vez más la estrategia de los agentes sistémicos arrastrándolos al fango de la pérdida de crédito. Es mal camino el de la minimización del riesgo, y aún peor el de aproximarse a los exaltados blanqueándolos para salvaguardar intereses de poder a corto plazo. La escalada de Trump empezó con el desdén de una clase dirigente que lo consideraba un payaso. El pasado reciente -y hasta el presente más inmediato- debería adquirir el valor pedagógico suficiente para curarnos de espantos.