El gran problema de la democracia española es el partidismo que impregna toda la política y que ha terminado por invadir casi toda la vida social, e incluso lo que se ha dado en llamar el cuarto poder, los medios de comunicación. Todo parece estar alineado de forma partidista. Nada se escapa de la voluntad de los partidos políticos por controlarlo todo.
Cuando en una sociedad dada, como en la española en estos momentos, se acumulan los casos de corrupción política, y la memoria de otros casos de corrupción aún no ha desaparecido, no faltan voces que hablan de los riesgos que corre la democracia si no es capaz de acabar con ella.
La corrupción provoca la desafección de los ciudadanos ante la política y los políticos. Existe el riesgo de que los ciudadanos piensen que todos los políticos son iguales: ningún político es de fiar; para los partidos políticos, los puestos de responsabilidad en los distintos niveles de la Administración no son más que mecanismos bien para hacerse ricos, bien para financiar los partidos, bien para ambas cosas. También se levantan voces que reclaman mayores penas para quienes corrompen y se dejan corromper. E incluso algunos reclaman, y con razón, ir al fondo de la cuestión, que no es otro que la necesidad de regular la financiación de los partidos de una vez por todas, para que su financiación por medios ilegales no cuente con excusa alguna.
Además de regular la financiación de los partidos políticos, también sería necesario someter a los partidos, que cumplen con una función constitucional clara, a los principios de democracia interna, lo que podría servir para controlar tantos desmanes. Porque la democracia española, como todas las democracias representativas, se sustenta en la existencia y en el funcionamiento de los partidos políticos. Pero estos debieran estar sometidos, mucho más de lo que lo están, a las exigencias de la democracia interna.
Pero no acaban ahí los males de la democracia española. Quizá uno de los grandes fracasos de la misma resida en la incapacidad que ha demostrado para que en el seno de la sociedad española surjan estamentos, órganos, instituciones de la sociedad civil que alcancen la suficiente credibilidad para, por un lado, trasladar la complejidad de la política a los ciudadanos, y, por otro, servir de contrapeso para que la democracia no termine siendo una democracia partidista, que no es lo mismo que una democracia representativa que requiere una pluralidad de partidos políticos.
El gran problema de la democracia española es el partidismo que impregna toda la política y que ha terminado por invadir casi toda la vida social, e incluso lo que se ha dado en llamar el cuarto poder, los medios de comunicación. Todo parece estar alineado de forma partidista. Nada se escapa de la voluntad de los partidos políticos por controlarlo todo. No hay espacio para la crítica civil no alineada partidistamente. No hay espacio para ejercer un control del poder que no provenga de una inspiración partidista, con lo que pierde mucha de su legitimidad y de su eficacia.
Es cierto que la corrupción puede ahogar la democracia. O al menos puede llevar a que los ciudadanos se distancien de la política en tal alta medida que pierda su objetivo de servicio a la ciudadanía. Pero lo que de verdad ahoga la democracia es que algunos de los instrumentos que prevé la Constitución como fundamentales para su funcionamiento terminen por invadirlo todo. Si no hay espacio para una sociedad civil, por contraposición a una sociedad alineada en todo según líneas partidistas, la democracia se marchita.
La tan denostada politización de la justicia, o de sus órganos de gobierno –y ya es triste que en democracia la politización se haya convertido en término de connotaciones tan negativas–, no se arregla cambiando las formas de elegir los miembros del Poder Judicial o los del Tribunal Constitucional. Esa politización, que debiera llamarse incautación partidaria de los órganos de gobierno de los jueces, se supera limitando la pretensión de los partidos de controlarlo todo, creando una atmósfera en la que sea posible que personas designadas para un determinado cargo por los partidos políticos puedan sentirse libres de la obediencia partidaria. Y mecanismos existen para ello.
Cuando no hace falta leer un medio de comunicación, o escucharlo o verlo, para saber cómo va a dar determinada información, cuál va a ser la opinión que va a dejar traslucir en relación a determinada cuestión política, porque va a estar alineado con un partido político concreto, deja de cumplir su tan necesaria misión para la democracia, y sucumbe a la pretensión de los partidos políticos de controlarlo todo.
Lo que en estos momentos está sucediendo en España no es que los casos de corrupción se multipliquen, que se conozcan muchos, demasiados casos de corrupción. Al menos no es solo eso lo que está sucediendo. Lo que sucede también es que la ciudadanía está harta de la corrupción, que está harta de la política, que está harta de los políticos, porque hasta la corrupción se ha convertido en arma de alineamiento partidista de primera importancia, pues lo que preocupa no es tanto la corrupción en sí, sino a quién le afecta electoralmente. Y cuando se constata que en España la corrupción no tiene consecuencias electorales, nos sentimos indefensos.
Pero es la democracia la que está indefensa ante el partidismo que lo invade todo.
Joseba Arregi, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 11/11/2009