Joseba Arregi-El Correo

No estamos en un régimen de partidos, sino en uno invadido de forma permanente por infinidad de grupos particulares con necesidades propias incompatibles entre sí

Parece haber bastante unanimidad en la interpretación del resultado de las elecciones generales: ganadores claros -PSOE y Ciudadanos-, perdedores claros -el PP sobre todo, Podemos y Vox, éste por no haber alcanzado lo esperado-. Además, España ha votado contra los extremos, España está asentada sobre la centralidad. La oleada populista de extrema derecha en Europa pasa de largo de España. Euskadi evita los extremos (¡EH Bildu dobla su representación y el PNV sube!), se dice, y Oriol Junqueras ha vencido a Carles Puigdemont. Podemos respirar tranquilos.

Mucha prensa española y la CEOE ya han hecho su apuesta: un Gobierno PSOE-Cs para dar estabilidad, para no depender de nacionalistas, para no meter al zorro (Podemos) en el corral de las gallinas (los dineros extraídos de los bolsillos de los españoles). Este análisis deja fuera al actor político fundamental: la sociedad. No como entelequia metafísica, sino como conjunto desestructurado de grupos, colectivos mayores o menores, más o menos estables, cambiantes, recombinándose en múltiples formas, con más o menos duración, pero siempre presentes en los medios para agitar, mezclar, desestructurar, confundir y manipular la opinión pública. Ya lo escribió Pierre Rosanvallon: el pueblo aparece durante la revolución en la Bastilla, también más tarde en cada convocatoria de elecciones, pero permanece disperso, diluido en sus grupos particulares.

Ahora está siempre convocado, se convoca a sí mismo, está actuante las 24 horas del día. Y cada grupo o grupúsculo, cada agravio, cada identidad, cada gremio, cada peculiaridad tiene infinidad de necesidades particulares, imperiosas, contradictorias entre sí, de cuya satisfacción inmediata es responsable únicamente lo que llamamos Estado. No estamos en la democracia de partidos, sino en una democracia invadida permanentemente por esta infinidad de colectivos particulares.

La desaparición del bipartidismo y el nacimiento de nuevos partidos a derecha e izquierda es el resultado del cambio cultural y social profundo derivado del nuevo modo de capitalismo, del capitalismo de consumo en el que el motor de la economía son las apetencias del consumidor. La demanda dirige el negocio. El consumidor es el productor del valor económico y es el que domina el espacio público con sus exigencias.

No pocos desearían que la derecha se recompusiera y pasara de tres a una única oferta. Otros soñarán algo parecido con la izquierda, mejor si es por absorción del pez pequeño. Volver a los viejos tiempos en los que el bien común era el resultado del acuerdo alcanzado en la negociación entre ambos bloques (Giddens). Pero eso ya no es posible. Los dos bloques se han convertido en un caleidoscopio, en un galimatías.

Es verdad que hay que rescatar la democracia. Pero el enemigo no es el llamado populismo, y menos si solo se piensa en el de derecha. Toda oferta política actual es populista. Todos los políticos -Merkel, Macron, Trump, Sánchez, Junqueras, Urkullu…- son populistas. El cliente es el rey y manda. Por eso es preciso rescatar algunos elementos nucleares de la democracia que en la maraña de eslóganes, marketing, discursos, palabrería y publicidad tienden a quedar sepultados.

El político liberal y profesor alemán Dahrendorf decía que la democracia es disenso. Es debate. Es parlamento, de parlamentar: presentar propuestas, debatir, discutir, enmendar, acordar y aprobar. Este parlamentar solo es posible si existe un acuerdo fundamental sobre las reglas del hablar y el lenguaje, sobre la gramática. Sin este acuerdo fundamental, todos mudos y sordos, pequeños dioses autistas que dan a cada palabra el sentido que quieren. Para poder parlamentar es necesario cumplir dos condiciones. Primera: quienes hablan se sujetan al significado de las palabras, no las manipulan a su gusto como pequeños dioses que se crean su mundo a conveniencia. Y segunda: quienes dialogan lo hacen porque son conscientes de no estar en posesión de la verdad definitiva y total, de que lo que piensan y dicen los otros es necesario para ir completando la frase, el discurso, el acuerdo. Todo lo contrario de cordones higiénicos, de líneas rojas, de radicalismos de «no es no» -«no separes el sí del no», escribió el poeta Paul Celan-, de anatematizar al contrario.

No es imprescindible que los bloques estén unificados. Tampoco es necesario que todos estén representados en un Gobierno de coalición. Ni siquiera que haya un Gobierno de coalición con mayoría parlamentaria, aunque ayude mucho. Lo que es necesario es saber parlamentar. Que los grupos parlamentarios sean conscientes de ser fracciones y no el todo. Que no estén sometidos a las directrices gubernamentales, especialmente en cuestiones de bioética y biotecnología, y puedan promover propuestas transversales a votar en conciencia. Que tengan capacidad de discusión de diálogo con otras fracciones, capacidad de enmienda, mejora, discusión y acuerdo entre ellos. Y así surgirán leyes que recojan la diversidad de planteamientos presentes en la sociedad. Pero todo ello es una quimera si no hay acuerdo, sin ambages y sin escapatorias, en la gramática constitucional sin la que todo diálogo es un escarnio a la palabra misma.

También es necesario que los parlamentarios vean más allá de la superficie de la opinión pública, de la inmediatez de los debates en las redes sociales. Cambio de modelo productivo, cambio y consolidación para décadas de un modelo de enseñanza, un reparto territorial del poder sobre la base de la lealtad al sistema en su conjunto, acuerdo de mínimos para evitar exclusiones que pongan en riesgo el ejercicio de la libertad, un reparto equitativo de cargas fiscales sin poner en peligro la creación de riqueza para no terminar siendo todos iguales en la miseria. Esto sería política. Pero me temo que privará la táctica de la búsqueda y consolidación del poder.

El método abrió el paso con Descartes en la búsqueda de la verdad racional. El método traducido no a estrategia, sino a táctica, está matando lo aún posible en democracia convirtiéndolo en el hecho bruto de la conquista y aseguramiento del poder a través del márketing.