Juan Ramón Rallo-El Confidencial
Cuanto más tiempo se extienda este régimen excepcional de ayudas y rescates estatales, tanto más probable es que estemos creando compañías zombis
Los zombis son seres que deberían estar muertos pero que todavía andan como vivos: de ahí que en ocasión también se les denomine de un modo más ambiguo como no-muertos. Aunque esta figura suele poblar las novelas o las series de terror, también existen zombis dentro de nuestras economías: en particular, llamamos zombis a aquellas compañías que, pese a no ser capaces de cubrir regularmente el coste de su capital (los intereses de su deuda y la rentabilidad mínima exigida por los accionistas), todavía siguen operando en los mercados. Al fin y al cabo, cuando una empresa es incapaz de pagar sus deudas y tampoco logra seducir a los inversores externos para que la recapitalicen, esa compañía debería terminar desapareciendo: pero si no lo hace, si sigue en funcionamiento, cabrá considerarla una empresa zombi.
Los perjuicios que generan las empresas zombis a una economía son incuestionables. Por un lado, ellas mismas son un foco de despilfarro: si sus beneficios no cubren el coste de capital, es que están destruyendo (no creando) valor. Por otro, las compañías zombi generan externalidades negativas sobre otras empresas sanas: como demandantes de factores productivos, encarecen su coste; como oferentes de mercancías, rebajan su precio. Por ambas vías, reducen la rentabilidad de empresas sanas y consolidan una situación de semi-estancamiento.
«En ocasiones, la responsabilidad se debe a una legislación concursal demasiado laxa que no facilita la reestructuración de las compañías inviables»
Pero ¿por qué existen las compañías zombi? En ocasiones la responsabilidad se debe a una legislación concursal demasiado laxa (o demasiado lenta) que no facilita la reestructuración de las compañías inviables: se perpetúa lo que no funciona porque no existen canales eficientes para forzar el cese de su actividad. En otras, a políticas monetarias o fiscales demasiado expansivas que manipulan temporalmente tanto los ingresos como los gastos financieros de algunas empresas, lo que les permite seguir operando: se perpetúa lo que no funciona porque el Estado dopa temporalmente su modelo de negocio. Y en otras, simple y llanamente, a que la administración entra en el capital de estas compañías, soportando sobre sus hombros las pérdidas generadas: se perpetúa lo que no funciona porque se socializan permanentemente las pérdidas.
La respuesta a la crisis económica perpetrada por el covid-19 ha consistido, en parte, en reinflar el gasto agregado con la esperanza de mantener a flote empresas que, por falta de liquidez, habrían desaparecido en medio del colapso de la actividad: algunas de esas empresas poseían buenos modelos de negocio, pero otras no y aun así han recibido los “estímulos” (el dopaje) que las han ayudado a seguir vivas durante algo más de tiempo. Pero, en otra parte, la respuesta a la crisis económica también ha venido de la mano de transferencias corrientes o de capital que han sido perpetradas por la administración pública directamente al tejido empresarial. Como muestra de esto último, basten dos significados botones.
¿Sabrá el Gobierno distinguir una empresa viable de una no viable?
El primero son los expedientes de regulación temporal de empleo (los ERTE). Este instrumento permite mantener una relación laboral en suspenso a cuenta del sector público, lo cual desde luego posee una doble vertiente: para los trabajadores equivale a una especie de prestación de desempleo hasta que se reincorporen a su puesto de trabajo (motivo por el cual los sindicatos aplauden los ERTE); para los empresarios, en cambio, equivale a descargarles temporalmente de una de las principales rúbricas de gastos de cualquier compañía, a saber, la salarial (motivo por el cual la patronal aplaude los ERTE). Por consiguiente, los ERTE permiten la supervivencia de puestos de trabajo y empresas a costa del contribuyente aun cuando hayan dejado de generar valor para ese contribuyente. La propia OCDE alertaba recientemente del riesgo de prolongar los ERTE: perpetuar ocupaciones que, con la nueva normalidad, han dejado de ser necesarias.
La segunda muestra es la creación de un fondo de rescate de 10.000 millones de euros por parte del Ejecutivo para recapitalizar empresas insolventes pero con un plan de negocio viable. Aunque las restricciones para semejante transferencia de capital suenan sensatas (no se busca por principio mantener lo disfuncional), su aplicación despierta muchas más dudas. ¿Sabrá el Gobierno distinguir una empresa viable de una no viable? Aunque sepa hacerlo, ¿valorará los riesgos del mismo modo en que lo haría si invirtiera su capital personal o, en cambio, tenderá a asumir riesgos desproporcionados con el dinero de los contribuyentes? ¿Las compañías inviables pero bien conectadas políticamente no recibirán capital? Y, sobre todo, si una empresa es claramente viable, ¿por qué necesita recurrir al Gobierno para captar financiación?
En definitiva, las inyecciones estatales de capital dentro de una empresa —ya sean por la vía indirecta de los ERTE o por la vía directa del fondo de rescate— generan un serio riesgo de zombificar nuestra economía. Cuanto más tiempo se extienda este régimen excepcional de ayudas y rescates estatales, tanto más probable es que estemos manteniendo con respiración asistida un modelo productivo que debería reestructurarse de raíz, es decir, tanto más probable es que el Estado esté contribuyendo a generar zombis. Y el coste de esos zombis no será solo la deuda pública que dejarán sobre las espaldas de los contribuyentes, sino también que habremos subsidiado una economía improductiva y esclerotizada.