Iván Igartua-El Correo

  • Desalmados avivan la estrategia de asedio del abertzalismo ultra a la Universidad

La bomba que segó de cuajo la vida de Fernando Buesa y Jorge Díez fue detonada en las inmediaciones del edificio Las Nieves, en el campus de Álava de la Universidad del País Vasco. El etarra que accionó el mando a distancia que produjo la explosión mortal pudo camuflarse con facilidad entre el conjunto de estudiantes que se dirigía a sus clases, salía de ellas o deambulaba por la zona aprovechando algún descanso en el horario de aquel día. Una vez cumplida la misión, el asesino huyó del lugar, dejando los cuerpos de sus víctimas tendidos en el suelo, una comunidad universitaria horrorizada, a caballo entre la estupefacción y la indignación más absoluta, y una cicatriz de por vida en el campus. Una herida que resulta incómoda para quienes no condenaron entonces ni tampoco más tarde aquella atrocidad de la banda terrorista, porque el recuerdo de todo ello perdura -y lo seguirá haciendo- en ese rincón torturado de Vitoria.

Hace unos días -lo contaba Antonio Rivera en estas páginas- una de las paredes de la Facultad de Letras fue emborronada con una frase que denigraba a Fernando Buesa, escrita probablemente por alguien que aún no había nacido el 22 de febrero de 2000, pero a buen seguro dictada por otros que ya estaban aquí o que, en su defecto, han recibido la debida instrucción ideológica para descender a esos niveles de vileza. La frase responde fielmente al patrón tradicional de comportamiento de quienes no solo jaleaban los atentados de ETA, sino que, una vez cometidos, humillaban a las víctimas y sus familias con pintadas como la que ensucia -a propósito, claro- la portada del espléndido libro de Joseba Eceolaza ‘ETA: la memoria de los detalles’, en ese caso con José Luis López de Lacalle, asesinado aquel mismo año, en el foco de la atención macabra.

El anónimo de la Facultad de Letras, que calca el dedicado a Lacalle, vuelve a poner de manifiesto la transmisión intergeneracional del odio que ha estado en la base de la violencia ultranacionalista, un odio hoy aderezado con soflamas pretendidamente filocomunistas que en realidad remiten al ‘esquizofascismo’ identificado para otros ámbitos por Timothy Snyder y, en el fondo, no tan distinto. Aquellos que operan con marcos discursivos y praxis de filiación técnicamente fascista tienden a tildar de fascistas, esta vez como insulto, a quienes no lo son. No resulta casual que otra de las proclamas que proliferan actualmente sea aquella que anima a combatir a toda costa a un fascismo desatado que algunos ven por todas partes salvo donde salta a los ojos.

Si bien la esquina de las calles Aguirre Miramón y Nieves Cano y el aulario de Las Nieves parecían espacios destinados en teoría a ser respetados por lo que conllevan, hace poco más de cinco años fueron profanados a conciencia por el entorno heredero de ETA, cuando Sare, la red de apoyo a los presos de la banda, organizó precisamente en el aulario unas charlas a las que invitó como ponente a José Ramón López de Abetxuko, etarra condenado en su día a treinta años de cárcel por los asesinatos de Jesús Velasco, jefe de los Miñones, y de Eugenio Lázaro, jefe de la Policía Municipal de Vitoria, en enero y abril de 1980. El individuo, que había salido de la cárcel a mediados de 2018, peroró sobre el sufrimiento de los presos (los de ETA, se entiende; no es difícil imaginar que el resto le importaba entre poco y nada). Lo hizo en una intervención que desde la dirección de la Universidad no pudimos -o no supimos- evitar.

La presión sobre todo interna que logró mantener intacto el programa de Sare apelaba a la libertad de expresión como bien supremo e irrenunciable (y además ilimitado, según para qué o quién), a un presunto relativismo moral que puede asumir casi de todo y también al hecho de que el terrorista, amén de haber cumplido su condena, iba a hablar de ‘otras cosas’, no de sus delitos, lo que conducía a pensar al instante qué habrían dicho esas mismas voces si la conferencia hubiera corrido a cargo de un violador también excarcelado, por más que el asunto a tratar fuera, qué sé yo, el gótico flamígero o el mismísimo sexo de los ángeles. Aquella indignidad, una humillación brutal para las víctimas de ETA y un acto repugnante para la mayor parte de la sociedad, dañó gravemente la imagen de la Universidad pública vasca. Pero a Sare y su presidente, un dechado de sensibilidad selectiva, aquello se la traía, básicamente, al pairo.

El revuelo que causó el incidente, forzado por la contestación ciudadana y su eco en los medios de todo el país, no dejó de tener, sin embargo, ciertos efectos. La estrategia de asedio a la Universidad, indisimulado objeto de deseo del abertzalismo ultra, decayó en intensidad durante los años siguientes, aunque en parte se debiera a la pandemia. Pese a ello, aún quedan rescoldos que de vez en cuando aviva algún desalmado, tal vez convencido de que mejor que el olvido interesado (ese que lleva al blanqueamiento) es el ultraje a las víctimas, infame mecanismo de autoafirmación frente a la verdad desnuda y pavorosa del crimen.