En cualquier país europeo de nuestro entorno, no es previsible que el resultado de las elecciones generales del 23 de julio hubiera dado para más de cinco minutos de conversación a propósito de qué hacer en términos de estabilidad y gobernabilidad del país. Aquí en España (a falta del recuento del voto de residentes españoles en el extranjero, que puede modificar levemente el reparto final de escaños), el PP obtuvo más de 8.000.000 de votos (3.000.000 más que en 2019, y 136 escaños –47 más que en 2019–), y el PSOE obtuvo 7.800.000 votos (1.000.000 más que en noviembre de 2019, y 122 escaños, 2 escaños más). Así pues, ambos partidos suman casi 16.000.000 de votos de los españoles, el 65% de los votos emitidos, que en escaños –258 de un total de 350– suponen casi el 75% del total del Congreso, exactamente el 73,71%.
Con esos resultados, es fácil imaginar lo que pasaría en un país como Alemania, que obligaría a los dos grandes partidos a ponerse de acuerdo, en forma de gran coalición o de un gobierno a cargo del partido mayoritario con un pacto de legislatura. En Italia surgiría la misma obligación de ponerse de acuerdo, máxime con las facultades del presidente de la República, que obligaría a ello o impondría un técnico competente e indiscutible, como en el caso de Mario Draghi. En Francia lo habrían resuelto de antemano, gracias al sistema de la segunda vuelta electoral, como sucedió en 2002 (cuando Chirac arrasó al ultra Le Pen con el voto de la izquierda), en 2017 y en 2022 (en que Macron hizo lo mismo con la ultra Marine Le Pen, gracias también al voto de la izquierda). Porque en cualquiera de esos países la estabilidad institucional, y liberarse de la extrema derecha, son principios fundamentales.
Aquí la política de bloques dicta que el bloque denominado progresista, una contradicción en sus términos atendidos muchos de sus componentes, ha de gobernar a toda costa
Pero aquí, en España, las cosas no funcionan igual, y el PSOE dirigido por Pedro Sánchez descarta la posibilidad de que funcione lo que es normal en Europa. Una auténtica “excepción ibérica”. Aquí la política de bloques dicta que el bloque denominado progresista, una contradicción en sus términos atendidos muchos de sus componentes, ha de gobernar a toda costa. Aunque ello conlleve el despropósito de necesitar el voto de los 7 diputados de Junts, el partido de Carles Puigdemont, prófugo de la justicia española desde 2017. Se mire como se mire, tal opción es una extravagancia, carece de cualquier sentido hacer depender la gobernabilidad de España de alguien que huyó de la justicia nada menos que por intentar un golpe de Estado en Cataluña en 2017. En un estado de derecho resulta impensable recurrir a un fugado de la justicia para garantizar la investidura del presidente y su posterior apoyo parlamentario del Gobierno
La política de bloques llega a un punto tan nocivo de polarización, de división, de trincheras, que sencillamente no da más de sí, tales son los intereses radicalmente irreconciliables que se agrupan en ese bloque. Pretender seguir gobernando con el apoyo del PNV y de la detestable Bildu –heredera del terrorismo que no hace todavía dos meses colocó en sus listas municipales a 44 candidatos condenados por su pertenencia a la banda terrorista ETA–, que tienen su segunda vuelta electoral en las próximas autonómicas vascas, puede ser llevadero hasta un punto, siempre en un estado de paroxismo para quien hace esa política, hasta el día de las elecciones vascas. Uno ganará y otro perderá. Y al día siguiente costará entender por qué el perdedor se haya de sentir vinculado a ese bloque. Lo mismo es predicable en Cataluña, con Junts y ERC, ambos maestros de las políticas identitarias que destruyen la comunidad de ciudadanos.
No ajeno a la polarización de los bloques se antoja el resultado de Sumar, mosaico indescifrable de 15 siglas donde ya han comenzado sus dificultades internas. Nada que no estuviera previsto, pues Podemos ya ha iniciado el camino del desenganche con Yolanda Díaz, atribuyéndole su fracaso electoral en forma de pérdida de 700.000 votos y 7 escaños.
Porque al final la pregunta es si el líder de ese bloque por naturaleza convulso que es Pedro Sánchez está más fuerte o más débil que en noviembre de 2019, aun contando con dos escaños y un millón de votos más. La respuesta es que hoy está más débil, depende más de nacionalismos que pondrán precio desorbitado a su investidura, y cuyo apoyo tiene en cualquier caso fecha de caducidad, y harán –si eso se produce– de la gobernación de nuestro país una conducta tóxica, cuando no directamente envenenada.
Claro que alguien, reacio a cumplir con sus obligaciones, puede tener la tentación de ir a una repetición de elecciones, sin duda la opción catastrófica para España
Construir bloques es siempre una pésima idea para los intereses de un país. No traen más que división cainita y desafección ciudadana, harta la población de que sus problemas no se afronten y de que sus inquietudes solo sirvan para alimentar la retórica de los partidos políticos. Claro que alguien, reacio a cumplir con sus obligaciones, puede tener la tentación de ir a una repetición de elecciones, sin duda la opción catastrófica para España, incapaz de elaborar en el plazo legal los presupuestos generales del estado, ni de tener ninguna política valiosa para todos. Mientras las hipotecas crecientes se han de pagar todos los meses, como se han de pagar todos los días los alimentos que los españoles compramos en los supermercados a precio disparado. Una repetición de elecciones sería un supuesto de irresponsabilidad máxima, como para que los españoles saquemos una tarjeta roja, en forma de desafección insuperable, a políticos tan incapaces de hacer sus deberes y ponerse de acuerdo.
El papel de Vox
Merece un comentario el papel de la extrema derecha –Vox– en España. La política estrafalaria de sus dirigentes, su desprecio a la bandera LGTBI -¿por qué no dejan de una vez que la gente viva y quiera como le parezca?-, su negativa a aceptar la indiscutible violencia machista, su negacionismo del cambio climático y tantas conductas atrabiliarias más, ha conseguido movilizar el voto desmovilizado de la izquierda. Recuerdan, ahora que nos dejó en campaña aquel genio llamado Francisco Ibáñez, a uno de sus personajes, “Rompetechos”, siempre capaz de perpetrar los máximos disparates por causa de su infinita torpeza.
Esta extrema derecha trumpista es un disparate que el PP no ha sabido gestionar en el guirigay de sus pactos autonómicos postelectorales. Un disparate con el que no ha sabido lidiar. Y así, el PP deberá aprender que igual que existen desde hace cien años dos izquierdas irreconciliables –la izquierda democrática y la izquierda comunista–, existen dos derechas irreconciliables, la derecha democrática frente a la extrema derecha. Ay de quien no entienda esa lección, pues las leyes de la historia, a plazo, no perdonan a quienes pretenden transgredirlas, se trate de dirigentes de izquierda o de derecha. Y si no entiende esa lección el Partido Popular, no ganará unas elecciones en disposición de gobernar por sí solo. Seguiremos siendo el país donde se hace la peor política, la de los bloques, destinada a cavar trincheras entre los españoles, a agrandar la discordia.
Esperemos que el verano nos traiga sentido común y una aproximación real a lo que dictaron las urnas el pasado 23 de julio. O ponerse de acuerdo, o bloques nefastos.
Entretanto, para todos aquellos que están a la espera de disfrutar de sus merecidas vacaciones, desearles que no se calienten más la cabeza con los resultados electorales. Esto va para largo, cualquier giro de guion puede suceder. Porque Feijóo y Sánchez tienen todo, el voto de la aplastante mayoría de los españoles, para ponerse de acuerdo a la hora de gobernar.