Manuel Montero, EL CORREO, 4/8/12
La política vasca aparece como una cancha en la que se juega a un juego raro, dar una patada a la pelota desde un tejado para colocarla en otro: todo por los aires, lejos del suelo
Los vascos estaremos haciendo historia, con nuestra marcha imparable hacia la libertad, pero lo hacemos con literatura burda. Por eso cuesta ponerse en el papel. Una epopeya de tal calibre exigiría un Homero –o mejor un Lewis Carrol– y no las reiteraciones verbales de Rufi, Egibar o Rodolfo, por citar tres pilares sobre los que se construye el edificio oratorio de los nuevos tiempos.
Nuestra retórica, plana y reiterativa –«los vascos seremos lo que queramos ser», «paso hacia la paz», «derechos irrenunciables», «recetas del pasado», «proceso irreversible»– quita relumbrón a las gestas libertadoras. Se evoca al pueblo cruzando a pie enjuto el mar Rojo, pero en la película sólo sale la cuadrilla en la cola de la txozna para tomar un kalimotxo. Así no hay forma.
El habla vasca de liberación tiene una expresión suma: la metáfora. Pues bien, resulta siempre concreta, de andar por casa. Los materiales con los que se construyen nuestros sueños son ramplones. Esto les quita enjundia.
¿Cuál es la gran afirmación de los políticos vascos a comienzos del siglo XXI? No tiene desperdicio: 0«les toca mover ficha». Este símil pedestre no se les baja de los labios a nuestros cicerones. Plantea la política vasca como un juego (¿de parchís?), con dos contendientes o más, a los que sucesivamente les toca la vez: ahora uno, después otro. El soniquete se usa para exigir movimientos al otro. Nunca se dice ahora moveré yo, aunque sí se insinúa que ya se ha movido y que eso ha sido una proeza. «Ahora los gobiernos francés y español deben mover ficha». «Le toca mover ficha a la izquierda abertzale».
Suele debatirse sobre quién tiene que mover ficha, pero hay consenso sobre que nuestra política consiste en ese toma y daca sin fin, en un juego que nos lleva hacia la victoria (nacional). Resulta destructiva la imagen de una democracia cuya esencia es el movimiento alternativo de la ficha, pero gusta este toreo de salón. Preocupa más que la convivencia.
Tampoco aporta gran riqueza literaria otro tropo que entusiasma al político vasco, que seguro lo relaciona con el anterior. Es cuando dice que la pelota está en el tejado: en el tejado de otro, no en el propio. Han cambiado de sentido a esta frase hecha. Antes significaba que, si la pelota está en el tejado, el éxito del negocio es dudoso: se entendía que podía caer hacia cualquier lado o no caer. Tanta incertidumbre y abstracción agobiarían al político español, pues, con su nueva acepción minimalista, el estribillo no es monopolio vasco. Ahora se imagina que el propietario del tejado tiene la responsabilidad de pegarle a la pelota.
En su nuevo sentido, de a pie, la alegoría hace furor en el País Vasco, quizás porque dar patadas al balón o jugar en el frontón suministran los esquemas básicos para los arquetipos locales. «La pelota está en el tejado del PNV para colaborar con Amaiur». El Gobierno vasco dice que «la pelota está en el tejado de ETA». EA: «La pelota está en el tejado de los gobiernos». «La pelota está en otro tejado, no en los nuestros», dice Amaiur. Y todos se pasan la pelota, dejando claro que la responsabilidad es siempre ajena y que un envite exige una respuesta.
La política vasca aparece como una cancha en la que se juega un juego raro, dar una patada a la pelota desde un tejado para colocarla en otro: todo por los aires, lejos del suelo. En esto la metáfora es precisa. Y la pelota siempre está en el tejado de otros, a los que les toca seguir el juego. El que no lo siga pagará una prenda.
Para eso está la figura retórica que más gusta a los próceres del país: hacer cocina. Cuando consiguen decirla se les nota felices, unos Demóstenes a la vasca. La considerarán el no va más de la labia elegante y profunda. ‘Hacer cocina’ designa, para el político vasco, la discreción en los contactos, negociaciones y acuerdos. Evoca colegueo, buen rollo, esfuerzos por colaborar –«pásame la sal, que te doy el aceite», «ya he amasado la harina»–. ‘Hacer cocina’ no es cocinar sino enredar entre fogones.
El sonsonete queda asociado al conciliábulo y las negociaciones subrepticias, como de cofrades gastronómicos. «Menos declaraciones y más cocina», resume bien este reclamo, que se plantea como un ideal para la práctica política vasca. Hacer cocina lo justifica todo. Se trata de compadrear sin luz ni taquígrafos, como quien en el txoko pela patatas y fríe huevos, actividades que unen mucho.
Cocina frente a declaraciones: subyace la idea de que los problemas fundamentales los arreglaremos en privado y de que la escenificación lo echa todo a perder. «La política vasca promete mucha cocina entre los partidos» se dice y el augurio no alarma sino que gusta. En su día el soberanismo reclamó con insistencia más hacer cocina y menos salir a la prensa: con declaraciones públicas es imposible llegar a autodeterminaciones y territorialidades, pero en la cocina, donde nos conocemos todos, nos podemos poner de acuerdo con más facilidad. Ya se comunicará el menú a la clientela.
El éxito de la expresión viene del gusto vasco por la gastronomía, la admiración por los cocineros y el pragmatismo con que se quieren desarrollar las grandes ambiciones. Tampoco es para tanto la independencia, la territorialidad y la liquidación del capitalismo si se trajinan junto a las txistorras y las kokotxas.
Cabe la posibilidad de que los políticos vascos, de creatividad tosca, no sientan como metáforas las expresiones mencionadas. A lo mejor carecen de imaginación retórica, también ellos son concretos, y piensan que estos dichos representan la realidad literal. No sólo sus deseos.
Manuel Montero, EL CORREO, 4/8/12