Lo más preocupante de esta situación endemoniada, en la que la mendacidad, la falsificación de la realidad y el choque a veces brutal entre los dirigentes políticos se han convertido en el pan nuestro de cada día, es que los que detentan el poder han perdido la ambición de cambiar las cosas. Actúan casi en exclusiva para permanecer. No se gobierna pensando en el conjunto del país, sino para alimentar a los incondicionales y preservar los sustentáculos necesarios para la propia supervivencia, aunque estos sean enemigos declarados de tu propia doctrina. O sea, no se gobierna. A secas.
Puede parecer esta una afirmación excesiva, pero si miramos hacia atrás y examinamos la evolución de las principales variables que determinan el progreso o el retroceso de una sociedad, habremos de concluir que, si se gobierna, cuando menos se gobierna mal. Elijamos para ello una fuente de indiscutible autoridad: el Banco de España. Pronto habrán pasado cuatro años (23.06.2020) del informe que su gobernador, Pablo Hernández de Cos, presentó ante la Comisión de Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados. Tenía el sugestivo título de “Los retos de la economía española tras el Covid-19”. Hoy, su relectura es un ejercicio extravagante, entre deprimente y masoquista. Con solo dos frases sacadas de las conclusiones del informe (páginas 73 y 74), entenderán el porqué.
“Termino esta comparecencia -decía a sus señorías Hernández de Cos- subrayando los atributos más importantes que, en nuestra opinión, deberían caracterizar la estrategia de crecimiento que necesita nuestro país en este momento: urgente, ambiciosa, integral, evaluable y basada en consensos amplios (…). En una sociedad democrática como la nuestra, las líneas maestras de esta estrategia deberían gozar de un alto grado de consenso entre los distintos agentes políticos, económicos y sociales, de forma que las bases sobre las que se asiente nuestro crecimiento sean estables y no queden sometidas a los avatares del ciclo político”.
Lo peor en esta lamentablemente belicosa coyuntura política es que se ha cercenado cualquier posibilidad de fabricar el menor consenso para edificar un proyecto común de país
Vanas esperanzas. Más que un ciclo político lo que llevamos tiempo sufriendo en España es un ciclón que ha destruido los laboriosos fundamentos sobre los que en otros tiempos fue posible desarrollar, al menos en ciertas etapas especialmente brillantes, una productiva cultura del acuerdo. En esta belicosa coyuntura, no existe ninguna estrategia que podamos calificar como ambiciosa e integral. Si acaso evaluable, y casi mejor dejarlo estar. Y lo peor es que se ha cercenado cualquier posibilidad de fabricar el menor consenso para edificar un proyecto común de país.
La pandemia pudo haber sido una gran oportunidad para aglutinar esfuerzos, pero se optó por usarla demasiado a menudo como elemento de confrontación, como novedosa y artificial expresión de la incompatibilidad de dos modelos político-sanitarios opuestos, en lugar de complementarios, que es lo que han sido hasta ahora (veremos por cuánto tiempo). La pandemia debió servir para diseñar una verdadera política de solidaridad centrada en los sectores más expuestos, en lugar de utilizarse como instrumento de captación de voluntades electorales y de justificación de agresivas políticas sociales de discutible resultado.
Sólo a partir de la obsesión por aplicar sistemáticamente criterios ideológicos a las decisiones políticas con calado económico y social es posible entender el retroceso de la riqueza de los hogares españoles
Sólo una gestión deficiente de los extraordinarios recursos en manos del Gobierno y el diseño erróneo de políticas teóricamente progresivas explican el incremento del número de ciudadanos en riesgo de pobreza (que en 2023 alcanzó un vergonzoso 26,6%; dato del Instituto Nacional de Estadística). Sólo a partir de la obsesión por aplicar sistemáticamente criterios ideológicos a las decisiones políticas con calado económico y social, excluyendo cualquier posibilidad de forjar acuerdos basados en la realidad del mundo empresarial y laboral, es posible entender el retroceso de la riqueza de los hogares españoles en relación con los de la mayoría de los países de la Unión Europea.
En su informe de 2020, el Banco de España alertaba sobre los riesgos de la inacción, especialmente en el terreno de la competitividad, el envejecimiento de nuestra sociedad, el sostenimiento de las cuentas públicas y de las pensiones y la deslocalización de empresas. Añadamos a ese breve catálogo de problemas irresueltos otros que arrastramos desde mucho más atrás (como el fracaso del modelo educativo y el batiburrillo de normas autonómicas que frena el crecimiento y compromete la cohesión social) y los que parecen emerger como si fueran nuevos, pero llevan décadas gestándose (la desatención ante el complejo problema de la inmigración desordenada y el deterioro de los servicios públicos esenciales; lo que Carles Ramió ha llamado “El hundimiento de la Administración”), y tendremos el cuadro casi completo de una decepción.
Peor aún: estaremos ante la constatación de un fracaso colectivo agravado por la pasividad y la falta de un proyecto coherente de quienes en estos últimos meses vienen componiendo un nada edificante retrato de desgobierno.