TOMEMOS un independentista cualquiera. Lo han llamado Jordi porque así se llamaba su abuelo. En la misma cuna recibe Jordi el crisma de una identidad, la catalana, que dura ya un milenio, en el transcurso del cual asombró al mundo con la mística abulense, la redacción del Quijote, el descubrimiento de América o la defensa fallida de Barcelona. Ese cuerpo místico que es la catalanidad, de la cual Jordi no es otra cosa que un nuevo operario, se expresa a través de la lengua catalana, de la cual Jordi chapurreará alrededor de 50 palabras a partir de los dos años, según las últimas estadísticas. Es posible que en sus primeras parrafadas se le deslicen balbuceos de una lengua extranjera, hablada por pastores que no han visto el mar. Pero los pediatras autóctonos aseguran que no hay razón para alarmarse: la confusión a esas edades es natural. Ya se corregirá en los patios de la escuela, siempre que estén vigilados por verdaderos patriotas.
Pasado un tiempo Jordi aprenderá a leer y a escribir. Su uso de razón se desarrollará en la tierna oscuridad de las raíces, a imagen del tallo de un calçot, por más que los insidiosos afirmen que también se cultivan en Consuegra. Pronto estará Jordi capacitado para distinguir el bien del mal, el catalán del español, el Barça del Madrid, la emancipación pendiente del DNI vigente. Con las primeras fiebres de la adolescencia despertará al interés por las chicas y por la política, se enamorará, perderá toda virginidad ideológica y le romperán el corazón, pero Catalunya nunca le abandonará. La bandera íntima de las cuatro barras nunca le helará el corazón, que es el órgano donde Jordi tiene radicado el compromiso de país, liberando el cerebro para los negocios.
Va cumpliendo los ritos de paso con blindada normalidad: nadie sospecharía la proporción de nietos de andaluces y murcianos que pueblan las aulas donde se uniforma Jordi, con todos sus compañeros. Cuyos ancestros votaban socialismo porque trabajaban doblando el lomo para los señoritos de la pérgola y el tenis. Ahora todos han prosperado o lo pretenden, y votan JxSí que es el signo definitivo de la integración; pero no se trata sólo de hacerse perdonar orígenes vergonzantes, sino de colocarse en la posición más inteligente para saludar la prebenda que pasa, que es la posición de firmes.
En la universidad conoce Jordi la epifanía del activismo. Sigue la prensa nacional del movimiento y combate las falacias de la foránea, empezando por la separación de poderes y la soberanía constitucional. Aunque la juventud propende a la anarquía, Jordi es demasiado sensible para ocuparse de su futuro ahora que la patria demanda brazos viriles que la desaten. Acude a las manifas de la ANC, imagina hoces segando la mies enemiga, corea los lemas de la libertad, encadena las manos y desfila en formación de V. Al principio le disgusta enterarse de que los suyos también roban, pero pronto aprende a diluir su culpa por comparación con la ciénaga mesetaria. Le indignarán las imputaciones de sus representantes, porque una cosa es la belleza publicitaria del martirio y otra que te inhabiliten en serio, no fotis. Y las redadas del 3% le pillarán sacando billete para arropar al president Mas ante los inquisidores unionistas.
El independentista es un creyente canónico porque el sentido de su militancia depende de que existan el infierno corrupto de España y el cielo fiscal de Cataluña. Le dicen que el asalto a ese cielo está al caer. Aún no sabe que la vida va en serio. Lo empezará a comprender más tarde.