José Luis Zubizarreta-El Correo

En esta cumbre, la Unión no sólo trata de superar los efectos de la pandemia en sus miembros más afectados, sino que se juega su propio futuro como comunidad

En la maraña de problemas, reales o falsos, en que vivimos enredados desde hace demasiado tiempo en este país, es difícil saber si son los árboles los que no dejan ver el bosque o el bosque el que impide que se distingan los árboles. Y así, cada vez que un asunto importante demanda toda nuestra atención, se ve ésta distraída por otros, de índole generalmente escandalosa, que la secuestran. En esta ocasión, más allá de la preocupante amenaza real de una nueva e inminente oleada de la pandemia, son las bribonadas del viejo Borbón, la tarjeta ‘sim’ supuestamente robada a una asesora del ahora vicepresidente segundo del Gobierno o las acusaciones de ciberespionaje a los líderes independentistas lo que ha impedido prestar la debida atención al acontecimiento que ha estado llamado a adquirir categoría transcendental. Y es que, la cumbre que ayer y anteayer celebraron los jefes de Estado y de Gobierno de la UE no sólo trató del inmediato destino de los países que han salido más perjudicados de la pandemia, sino que puso, sin quererlo, en cuestión el futuro a largo plazo de la propia comunidad.

Por un momento, tras el frustrante tratamiento que los mismos protagonistas dieron a la crisis financiera y económica que explotó con la quiebra de Lehman Brothers el verano-otoño de 2008, parecía haberse despertado la esperanza de que la lección se había aprendido y las cosas cambiarían radicalmente de rumbo. Nos encontramos, sin embargo, de nuevo enfangados en los mismos debates entre autodenominados frugales y presuntos manirrotos, sin dar con la clave que ayude tanto a resolver los problemas particulares de los miembros como a asegurar la cohesión y hasta la supervivencia de la propia Unión. Las dos cosas se entrelazan y no conviene minusvalorar la gravedad de una y otra.

Por lo que se refiere a los problemas particulares, en el poco tiempo que la crisis sanitaria nos ha permitido dedicar al asunto, hemos centrado la atención en las ayudas que sería preciso recibir de la Unión para paliar los estragos que la pandemia ha causado entre nosotros. El debate doméstico se ha limitado a la cantidad y la modalidad en que los apoyos comunitarios se concretarían. El compromiso de la Comisión de poner a disposición 750.000 millones de euros, entre préstamos y transferencias, además de lo ofrecido por el BEC, pareció satisfacer nuestras expectativas de «más perjudicados». La horrible imagen que de la Unión habían dejado aquellos «hombres de negro» que, en la anterior crisis, humillaron, con su impertinente presencia, a los países rescatados hizo que cualquier mención a la condicionalidad fuera considerada, no sólo inoportuna, sino antipatriótica. Con el pasar de los días y la proximidad de la cita, las voces hasta ahora apagadas se han alzado y las tornas han cambiado. Lo que se declaraba inoportuno y antipatriótico ha comenzado a considerarse razonable. El Gobierno piensa ya, no en evitar la condicionalidad, sino en minimizar sus más severas expresiones.

Pero, a la vez, ocupados en salir lo mejor parados como país, hemos prestado muy poca atención al problema existencial que se le plantea, y no por primera vez, a la Unión. Por estos pagos nuestros, somos expertos en inestabilidades, parálisis y amagos de defección. Sabemos que brotan del desacuerdo sobre la naturaleza del país en que se vive, así como del subsiguiente desafecto y desinterés por la permanencia en él. La Unión lleva demasiado tiempo instalada en el mismo desacuerdo de los países miembros sobre su naturaleza y ha empezado a sufrir el primer efecto del desafecto y el desinterés. Llevados éstos hasta el extremo de la defección con el Brexit, resultan ya inquietantes tanto en los países iliberales como en los que camuflan su descarado nacionalismo bajo el disfraz de un confederalismo o intergubernamentalismo menos incorrecto. La Unión, en vez de afrontar el problema, se acoge al «mecanismo tira p’alante» que cantara Carlos Cano, confiada en la estrategia de la funcionalidad y el paso a paso de sus fundadores. Pero, tras el Brexit, el desafecto que se percibe, por razones a veces contradictorias, en los miembros de una y otra de las dos categorías de países podría ser la antesala de un desinterés que desembocara en defección. De momento, es el egoísmo lo que mantiene a la Unión y a sus miembros adheridos a ella, a costa de frenar su progreso y agrietar su cohesión. Esta cumbre de Bruselas es una prueba más, y no un desmentido, de tan pesimista apreciación.