EL PERIODISTA catalán, José María Brunet, es un magnífico profesional de La Vanguardia, destinado en Madrid desde hace ya muchos años y al que yo conocí en Roma, poco antes de mi cese como embajador ante el Quirinal. Entonces no tuve apenas tiempo de tratarlo, pero, desde que es corresponsal del periódico catalán en Madrid, soy un lector asiduo de sus crónicas, máxime cuando se ha especializado en la actividad del Tribunal Constitucional.
Hace pocos días publicó un artículo sobre mi colega, Carles Viver i Pi-Sunyer, definiéndole como «el jurista de la independencia» (de Cataluña, obviamente), lo cual es un claro oxímoron porque un jurista defiende el Derecho, pero no lo destroza. Cualquier estudiante de este campo sabe que nuestra Constitución «se fundamenta en el principio de la indisoluble unidad de la Nación española». Y un jurista que merezca ese nombre debe colaborar con el legislador democrático en la tarea de defender la ley y la Constitución en los continuos ataques que, abierta o fraudulentamente, sufre con frecuencia. Por consiguiente, éste no es el caso de Carles Viver, o, más exactamente, no lo es ahora, porque paradójicamente durante nueve años fue magistrado del Tribunal Constitucional (de ellos tres como vicepresidente) y desde hace una docena de años, más o menos, es uno de los más aviesos contradictores de todo lo que había defendido antes.
Por supuesto, no es el único caso en la Historia de saltimbanquis ideológicos de este tipo, pues hay precedentes ilustres, salvando naturalmente las abismales distancias, como el de Maximilien Robespierre, quien después de formar parte en 1791 del club de Los amigos de la Constitución, pasó a convertirse, tras el fracaso de la Monarquía constitucional, en uno de los grandes líderes del republicanismo radical, tendencia que finalmente desembocaría en el periodo llamado del Terror, con el resultado conocido. Por supuesto, todas las comparaciones son odiosas y en este caso más aún, pues en España nadie quiere por ahora la violencia.
Su conversión espuria al llamado soberanismo comenzó con su aportación maquiavélica al Estatut, en el que a lo largo de sus 223 artículos –extensión propia de algunas Constituciones latinoamericanas– fue poniendo las bases para vaciar el contenido de las competencias exclusivas del Estado, y traspasarlas fraudulentamente a la Generalitat. Pero de ello ya he hablado numerosas veces aquí. Ahora, al frente de un equipo de juristas, es también el encargado de crear las estructuras del Estado catalán y las llamadas leyes de desconexión.
Así las cosas, el periodista José María Brunet recoge algunas opiniones de Viver que son francamente sorprendentes para explicar una evolución semejante a la de San Pablo en su caída en el camino de Damasco o a la de Robespierre ya citada. Pero lo más llamativo es lo que afirma sobre su estancia en Madrid de 1992 a 2001, que transcribo literalmente: «El independentista de hoy reconoce que lo pasó bien en sus años de vida en Madrid. Se sentía a gusto en la ciudad y, sobre todo, en el TC, del que fue elegido vicepresidente por unanimidad y en el que su labor de entonces dejó buen recuerdo. Eran otros tiempos. El entonces presidente del TC, Miguel Rodríguez Piñero, recibió en su despacho a Jordi Pujol, en aquel momento presidente de la Generalitat, para hablar de los recursos pendientes y, muy especialmente, del relativo a las normas lingüísticas. Una entrevista así es hoy en día inimaginable».
Pero tan difícilmente imaginable es hoy, como lo era en aquel momento, aunque Viver se queda tan ancho, pues parece ignorar que la visita de Pujol al presidente del Constitucional podría afectar tanto a la división de poderes como a la independencia del juez. Mi malogrado colega y buen amigo, Ignacio de Otto, que él cita en sus declaraciones, lo tenía muy claro tratando sobre la necesaria independencia de los jueces: «También hay una dependencia puramente psíquica en la que la subordinación no resulta de un vínculo jurídico, sino de la posibilidad que otro tiene de causarnos un mal o bien de cualquier índole que sea, cuya previsión nos lleva a acomodar nuestra conducta a sus expectativas, aun cuando no hay un deber de obedecer cuya infracción pueda acarrear sanciones».
Es más, en lo que se refiere a este caso, el artículo 22 de la LOTC, señala que «los magistrados del TC ejercerán su función de acuerdo con los principios de imparcialidad y dignidad inherentes a la misma». Cabe plantear, por lo menos, la duda de si este precepto se cumplió con la visita del presidente de una Comunidad Autónoma al del TC, cuando precisamente iba a tratar sobre la cuestión de constitucionalidad planteada por el Tribunal Supremo sobre varios artículos de una norma del Parlamento catalán, que es el origen del embrollo de todo lo que sucede hoy en Cataluña. En efecto, en el año 1983, el Parlamento catalán había aprobado la Ley 7/1983 de 18 de abril sobre «normalización lingüística», lo que era un claro eufemismo, pues a través de ella se venía a imponer el catalán como lengua vehicular en toda la enseñanza.
Jordi Pujol, que de tonto no tiene nada, sabía perfectamente que la lengua unitaria era un requisito indispensable para la futura independencia de Cataluña. Ciertamente, la política lingüística que ha llevado a cabo la Generalitat no se debe contemplar únicamente como un instrumento destinado a conservar la identidad cultural de Cataluña, sino como algo más sutil y profundo. De lo que se trata es de servirse de un arma privilegiada para la uniformización ideológica y política de los ciudadanos catalanes, a través de la enseñanza y de los medios controlados por la Generalitat, así como un elemento básico que representa el principal factor diferenciador del resto de los pueblos de España.
De esta manera, partiendo de la idea de que Cataluña es una nación y de que, según los nacionalismos, a toda nación le corresponde en exclusiva la posesión de un territorio, un Estado y una lengua propia, faltaba dar el paso definitivo. Efectivamente, hay que lograr un Estado propio con sus fronteras reconocidas internacionalmente y para ello siguen pensando en organizar un referéndum que es absolutamente inviable, porque el Estado nunca lo permitirá por inconstitucional. Y de ello es consciente el propio Viver, pues, según Brunet, «admite que el referéndum de autodeterminación, tal como el TC interpreta la Constitución, no es posible». Pero añade que «la realidad política acaba imponiéndose…».
Sea lo que fuere, el hecho es que la desconexión de Cataluña respecto de España comenzó no con la sentencia del TC sobre el Estatut, sino mucho antes; esto es, desde que Pujol fue nombrado presidente de la Generalitat, como preconizó Tarradellas. Es muy ilustrativo a este respecto que hace poco Aznar recordase que ofreció a Pujol entrar por dos veces en su Gobierno y que la segunda vez, en el año 2000, le señaló que no podía aceptar porque ya no regía para él, el pacto constitucional. Lo cual no es sorprendente porque nunca aceptó, prácticamente desde el principio, que Cataluña fuese una Comunidad Autónoma como las demás.
PUDE comprobarlo personalmente cuando fui embajador de España en Italia. A principios de marzo de 1987, me notificaron que Pujol llegaría el día 23 para asistir, como otras muchas personalidades, a los actos conmemorativos del XXX aniversario de los Tratados de Roma que dieron lugar a la Unión Europea. Como se puede suponer, planificamos al milímetro los detalles de la estancia del president por razones evidentes, incluida una cena oficial en la Embajada a la que asistieron 30 personalidades italianas y españolas.
Es más, como a la hora de su llegada yo tenía concertado, hacía días, un almuerzo con el ministro italiano del Interior, lo anulé para poder recoger a Pujol en el aeropuerto. Me dirigí, pues, a Fiumicino con los tres coches de la Embajada, porque nos habían avisado de que con el presidente vendrían también varios de sus colaboradores. Mi sorpresa fue enorme cuando llegamos allí y nos encontramos con que el protocolo de la Generalitat había alquilado tres lujosos mercedes, como si se tratase de un país ajeno a España. Sobran los comentarios. En todo caso, Pujol se dignó a venir conmigo en el mercedes oficial, con la bandera española, y por la noche presidieron la mesa dos pequeñas banderas –española y catalana–. Además, había preparado un discurso, en parte en catalán, que tradujo mi secretaria, que era de Barcelona. Pero daba igual, en los dos días que acompañé a Pujol nunca percibí una clara lealtad constitucional por su parte.
Volviendo a su obra máxima, la Ley de inmersión lingüística, es sorprendente que ningún partido presentase un recurso de inconstitucionalidad ante una norma que violaba claramente el artículo 3 de la Constitución. Se desconoce si la insólita visita de Pujol al Tribunal Constitucional, gestionada por Carles Viver, tuvo alguna influencia en la sentencia del 23 de diciembre de 1994, la cual declara que los artículos impugnados por el Tribunal Supremo de la Ley de 1983 no eran contrarios a la Constitución. Dos votos particulares de los magistrados Díaz Eimil y Gabaldón salvaron el honor del TC ante una sentencia aberrante, preconizando así el problema que ha desembocado, a mi juicio, en la fortaleza del separatismo catalán.
Pero hay más. Porque indirectamente esta sentencia está influyendo también en los conflictos lingüísticos de la Comunidad de Valencia, del País Vasco, de Navarra y de Galicia. No sabemos cómo acabará el contencioso catalán, máxime cuando hay discrepancias crecientes entre los independentistas, así como la situación jurídico-penal de Pujol y su familia. Está todo en el aire, pero, en cualquier caso, lo que nos viene a señalar es que ha llegado el momento de encontrar las vías dialogantes adecuadas para acabar de una vez el diseño final del Estado descentralizado español, dentro de Europa.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.