Rosario Morejón Sabio-El Correo

  • Un arma nuclear en manos de Teherán es una amenaza existencial para Israel, pero renunciar a la negociación plantea demasiados interrogantes

La operación militar ‘Rising Lion’ (león ascendente) lanzada por el ejército israelí la noche del 12 al 13 de junio, coordinó una intervención sobre más de cien dianas repartidas por todo el territorio iraní. No se trata de un simple ataque contra la proliferación nuclear. La variedad de objetivos, más allá de las instalaciones de los programas atómicos y balísticos, lo prueba, así como los llamamientos del primer ministro hebreo al cambio de régimen en Teherán. Puede tratarse de una profundización de la ‘doctrina Begin’, estratagema de disuasión convencional basada en contraataques preventivos. Su actual resultado, devastación, éxodo, muertos bajo el cruce de sofisticados misiles entre dos países distantes miles de kilómetros.

Con el ataque del 7 de junio de 1981 de ocho cazabombarderos F-16 israelíes contra el reactor nuclear iraquí de Osirak (‘operación ópera), el primer ministro Menahem Begin (1913-1992) asentó la fórmula: «No aceptaremos bajo ninguna circunstancia que el enemigo desarrolle armas de destrucción masiva contra nuestra nación. Defenderemos a los ciudadanos de Israel cuando el momento lo requiera y con todos los medios a nuestra disposición». Desde entonces, la ‘doctrina Begin’ es uno de los fundamentos de la estrategia de disuasión de Tel Aviv. Sus ejes, la planificación y ejecución de ataques relámpago circunscritos con intenciones anticipatorias. Buscan demostrar al adversario una absoluta superioridad militar. La ‘doctrina Begin’ quedó refrendada con la operación ‘orchard’ (huerta): otro éxito en Siria con la destrucción del reactor nuclear en construcción en Al-Kibar, región de Deir ez-Zor, 6 de septiembre de 2007.

La operación ‘león ascendente’ supone una guerra total entre Israel e Irán. Preparada al detalle, sus ataques iniciales conjugaron objetivos individuales -militares y científicos-, asentamientos convencionales, nucleares y balísticos. Los daños en los enclaves del programa atómico iraní siguen sin conocerse. Nada concreto sobre la base de enriquecimiento de Natanz, ni de Khondab o del reactor de agua pesada de Arak, cuyo funcionamiento estaba previsto para 2026. Instalaciones secundarias en los alrededores de Isfahan, Khorramabad y en Parchin también parecen afectadas. En lo que hace a la parte clandestina, en gran medida subterránea, caso del centro en Fordo, el ejército israelí difícilmente puede alcanzar esos objetivos al carecer de bombas antibúnker.

La Agencia internacional de la Energía Atómica (AIEA) desconoce el número de centrifugadoras construidas y desplegadas por las bases clandestinas de Irán desde la ruptura del acuerdo de supervisión de 2015, durante el primer mandato de Donald Trump. En ese aquel pacto, Irán había aceptado limitar sus ambiciones nucleares a cambio de su reintegración regional y del levantamiento de las sanciones impuestas por EE UU. La pervivencia de ese entendimiento, menospreciado por los belicosos de la Casa Blanca, habría podido modificar la situación que hoy padecemos.

Dada la envergadura de la intervención militar hebrea, podemos aventurar que Israel busca retrasar el avance del proyecto nuclear de los ayatolás y que su Estado mayor no pondrá fin a esta operación mientras la destrucción de los objetivos tácticos no esté asegurada.

La aventura nuclear iraní preocupa porque se acerca a su término y no es de uso estrictamente civil. La batalla israelí para contener su proliferación siempre ha buscado ganar tiempo con unos u otros métodos: el virus informático Stuxnet o las campañas de asesinatos selectivos perpetradas desde 2010, eliminación de la milicia chií libanesa de Hezbolá, por extensión, caída en Damasco de Bashar el-Asad, disolución del ‘eje de la resistencia’… Pero, hoy, el programa iraní no puede eliminarse por la fuerza; el conocimiento y la maestría de una ejecutoria de más de veinte años no se borran con misiles. Perseguir la destrucción de las instalaciones atómicas civiles de un país soberano conlleva riesgos políticos y diplomáticos. Las democracias liberales deberían apoyar las actuaciones armadas hebreas con prudencia. Si ataques semejantes sobrevienen en infraestructuras de Ucrania, ¿qué valor tendrán las condenas de los socios occidentales?

En el choque irano-israelí, las rencillas son muy profundas. Para Alí Jamenéi, la desaparición del Estado hebreo siempre ha sido el fin por excelencia. La soledad geopolítica del régimen de Teherán, junto a la certeza internacional de que los niveles de enriquecimiento de uranio eran compatibles con programas militares pese a los desmentidos persas, han desatado la guerra.

Las convicciones bélicas de Netanyahu contra Irán atañen a la supervivencia de Israel. Una bomba nuclear en manos del régimen teocrático es su amenaza existencial. Sin embargo, por muy brutal que sea la ofensiva hebrea, no podrá evitar la obtención de ingenios nucleares en Irán. Ya es un logro histórico del Estado persa. Las negociaciones no pueden decaer porque la fuerza y el desprecio del Derecho Internacional plantean demasiados interrogantes.