- Podríamos decir que usar como pantalla a quienes mueren en la atroz guerra que a Hamás encomendara un dios sombrío, es algo demasiado obsceno. Pero no hay obscenidad ante la cual se detenga un político moderno. Y menos que ninguno, Pedro Sánchez. Es el arte de enmascarar robo bajo cadáveres. O sea, la política
Quizá porque escribía sólo para sí mismo. Y porque hubiera preferido destruir cada uno de esos recortes de papel sobre los que apuntalaba una memoria que la enfermedad horadaba; quizá por eso y porque nunca aceptó ver editado lo que le era demasiado íntimo para ser compartido con nadie, las fórmulas escuetas de Blaise Pascal poseen el fulgor de relámpago que la lectura de ningún otro pensador moderno impone. Nos conmocionan porque no fueron escritas para nosotros. Porque no fueron escritas para nadie. Y tan sólo la pluma de un escritor supremo puede hacer, de lo escrito para nadie, patrimonio de todos. Eso que hiere en todo tiempo, porque no fue elaborado para el suyo. Escrituras intemporales, como muy contadas obras literarias llegan a serlo.
Tomemos uno de esos pedacitos de papel, que iba él recortando a tijera para hacer su manejo nemotécnicamente más versátil. L166 / B183: «Corremos despreocupadamente hacia el precipicio, después de haber puesto algo ante nosotros para que nos impida verlo». Puede que no haya epítome más sobrio ni más exacto de la tragedia humana. Para poder estrellarnos de un modo lastimoso, nos es imprescindible disfrazar nuestra turpitud de apuesta generosa. La peor de las maldades es sólo abordable desde la complacencia autista de quien se dice a sí mismo –y maquina imponer a todos– que su perversidad es el más alto sacrificio, a través del cual poner a salvo los emblemas mayores de la especie humana.
He buscado el pasaje en esa caja de admoniciones personales que –por dichoso error– tomaron los herederos de Pascal por el borrador de una obra teológica que jamás se hubiera permitido proyectar el geómetra prematuramente muerto. Y que –por error aún más dichoso– publicaron primorosamente, bajo el equívoco título de Pensamientos, aun no entendiendo del todo qué era aquello. Basta leerlo con atención para apreciar que no es un fragmento de nada, que no es un borrador, ni siquiera un coqueto aforismo. Ni el tumor cerebral de Blaise Pascal, ni los horribles insomnios de sus últimos meses eran campo propicio para planificar obras para las que él sabía no tener ya tiempo. Menos aún lo tenía, para entretener las vísperas del absoluto encuentro con el «Dios ausente», jugando a frivolidades aforísticas o a chispazos de ingenio. Cada uno de esos papeles quintaesencia aquello que el pensador, que sabe estar muriéndose, necesita entender ante el advenimiento del absoluto. Y es con exactitud esa frontera, ante la cual sólo decir las últimas verdades cabe, lo que trueca sus íntimos papelitos en meditación forzosa de todos cuantos, en la edad moderna, buscaron reconfigurar una metafísica de la verdad y lo fingido.
«Pantalla ante el abismo», escribe. Disfraz que mercadea verdad por espectáculo. Para fingir lo más bello; o lo más horrible. Lo más seductor: da lo mismo. Porque lo horrible y lo bello –no nos mintamos a nosotros mismos– seducen de igual manera. Son la desmesura, que nos hemos empeñado en decir arbitrio sólo de las pesadillas. Esa que nos abofetea despiertos. Sófocles, o Eurípides, o Esquilo tenían la honestidad de poner eso sobre una escena prolijamente construida, en la voz de actores cuyas máscaras no sólo potenciaban la voz, marcaban también la frontera de lo ficticio, que permitía a la hybris no llevarse por delante el equilibrio mental y la decencia de los atenienses. La escena, en el teatro griego, permitía hacer vibrar los estratos más hondos de la emotividad ciudadana. Y retornar luego cada uno a casa, depurado –tal, la catarsis– de los fantasmas más obsesivos de su presente. «Imitación de una acción noble y concluida, por medio de cuya inducción de piedad y miedo se consigue purificar las pasiones», la tragedia que describe Aristóteles es una variedad del arte hipocrático: la cura de esa atormentada mente que es la humana.
La política moderna pervirtió aquella terapia simbólica, para la cual fue la escena teatral inventada. Nada hay de extraño. Es Hipócrates quien enseña que lo mismo son un medicamento y un veneno. La acción-salud o la acción-muerte dependen sólo de las dosis y de las circunstancias. La política moderna es el arte de hacer uso letal de cuanto fue pensado como salvífico. Perversión del teatro.
No hay en ese arte decencia ni indecencia. Hay eficacia sólo. Pedro Sánchez será en lo personal un ángel o un demonio. Nada importa. Es un político que aplica, en su nivel más desalmado, los axiomas de un poder que no sabe de compasiones. De seguir su normalidad, los procedimientos judiciales que lo rodean acabarán con su fiscal general en la cárcel, con sus ministros de máxima confianza en la cárcel, con su hermano en la cárcel, con su esposa en la cárcel… Puede que hasta él llegue a cruzar el umbral de Alcalá-Meco. Pero un político sin ningún escrúpulo –esto es, un político– sabe que tiene un arma decisiva: la pantalla seductora que, dice Pascal, va a permitirle saltar –pero también hacer saltar a otros– hacia el abismo con una sonrisa feliz en los ojos. La guerra hará invisible el robo, sueña Sánchez.
Podríamos decir, ingenuamente, que usar como pantalla a quienes mueren en la atroz guerra que a Hamás encomendara un dios sombrío, es algo demasiado obsceno. Pero no hay obscenidad ante la cual se detenga un político moderno. Y menos que ninguno, Pedro Sánchez. Es el arte de enmascarar robo bajo cadáveres. O sea, la política.