Antonio Elorza-El Correo

  • Los viejos acudimos al garantismo de la socialdemocracia y la Generación Z menosprecia un sistema que actúa en su contra

«Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad…», constata don Hilarión en el último momento de optimismo, al borde del desastre colonial. Muy pronto, el mercado de mantones de Manila iba a cerrarse, también los destinos en Cuba de que habló Pío Baroja, pero por encima de ello la fe en el progreso, que inspiró la obra del autor de ‘La verbena de la Paloma’, masón y republicano, había de durar más de un siglo. Eso sí, con otra cara de la moneda menos risueña, a la cual ya apuntaba el amigote del boticario: «¡Que es una atrocidad!».

Lo que caracteriza al avance científico actual, respecto del precedente, es que tiene lugar a una velocidad tal que ni siquiera permite esa capacidad de observación elemental de nuestros dos personajes. Es como el paisaje que desfila ante nuestros ojos en un TAV a máxima aceleración. Fue ya difícil seguir los cambios inducidos por la inteligencia digital desde las décadas finales del siglo XX. Ahora, en vísperas del imperio de la Inteligencia Artificial, el vuelco va a ser tan repentino como las catástrofes climatológicas que desde 2024 nos asolan.

Existen varias razones para ello. La primera, la convergencia entre la revolución en las comunicaciones y la mundialización. Pensemos en los estallidos protagonizados por la Generación Z, de los jóvenes entre 15 y 30 años, a lo largo de septiembre. No son nada nuevo en la historia: su antecedente fue la sucesión de revoluciones urbanas en la Europa de 1848, surgidas por la traducción política de la simpatía en física: activación de un cuerpo por experimentar las mismas circunstancias de otro. En 1848 y en 2025, las noticias de unas insurrecciones o movilizaciones impulsan a grupos sociales similares a entrar en acción.

En ambos casos, son movimientos urbanos previamente incubados, con la diferencia de que ahora el marco es mundial, y nada mejor para apreciarlo que el detonador sea Nepal, un país muy pobre y democrático gobernado por el maoísta ‘Prachanda’. Le seguirán en días Perú, Ecuador, Marruecos… Y el sujeto es siempre la juventud. Los móviles y las redes son el instrumento para la vertiginosa transmisión. Necesaria para impedir la prevención por el Estado. De la represión, ya no se librarán: en Nepal más de 70 muertos, tras enormes destrucciones, pero han vencido.

Lo más significativo es que tanto medios como instituciones políticas tradicionales -partidos, parlamento- resultan totalmente desbordados. Y es que el sujeto político es otro, como ya se apuntó con los Insumisos. Ahora es más compacto. La Generación Z nace en un nuevo mundo tecnológico, con el ordenador y el móvil sustituyendo por entero a la relación precedente con el otro y con el exterior. Su visión de sí mismos y del mundo difiere, y es que además difieren también sus intereses, tanto en países del Tercer Mundo, donde su superior capacidad tropieza con el arcaísmo y la corrupción, como con las estructuras generacionales que en Europa les relegan y ven sofocadas sus expectativas de movilidad ascendente por una elite generacional ya asentada.

Y es que en Occidente, en países como Francia y España, ha cobrado forma una nueva desigualdad, efecto de los profundos cambios económicos desde 1945. Un progreso que se acabó en el fin de siglo y que invirtió la relación entre jóvenes en auge y padres pobres del pasado. Las cifras lo dicen todo. Antes de la crisis, los hogares más ricos eran los de 45 a 64 años, ahora los de más de 65, según las encuestas más fiables, pero ¡es la misma gente! Los jóvenes se han empobrecido: un hogar de 40 años tenía el doble de patrimonio en 2022 que en 2002. En Francia, lo mismo: la generación de la posguerra pasó del 35% en 1970 al 60% de la riqueza hoy. Y se preparan para transmitirlo. Es el nuevo privilegio, que tomándolo del francés llamaríamos ‘heredocracia’, frente a la meritocracia y la equidad, en que viven felizmente Euskadi, con el refuerzo del cupo, y las comunidades del PP. La desigualdad como privilegio encubierto impera en España y solo falta la ‘singularidad catalana’ para que sea dramática y esperpéntica.

Las consecuencias políticas son claras, aunque difíciles de gestionar. Los viejos nos defendemos con uñas y dientes -pensemos en la lucha en Francia por las pensiones-, y acudimos al garantismo de la socialdemocracia como bastión, y lógicamente, la Generación Z menosprecia la democracia y un sistema de valores que actúa en su contra. Hoy hay más pobres jóvenes que jubilados, cuya renta está sobre la media. Lo peor es tener hijos. El 40% de chicos de la Z votaría a Vox, solo un 10% de mayores.

De no tenerlo en cuenta, por mucho que exhiba el «progreso», la socialdemocracia se convierte en un refugio generacional en contra de los intereses generales, a cambio de los votos en un país envejecido. Y la antidemocracia de Vox, con el empuje adicional de su obsesiva antiinmigración, conquista a la juventud. La revolución provoca la reacción.