Kepa Aulestia, EL CORREO, 9/6/12
La izquierda abertzale no puede encarnar una democracia genuina porque huye de la transparencia y necesita aferrarse a un tótem sustitutivo de ETA
La democracia es un proceso de aprendizaje al que los seres humanos tendemos a resistirnos porque, inevitablemente, significa renunciar a algo de lo que queremos o a algo que creemos ser. Durante décadas, en Euskadi se fue gestando una subcultura, la de la izquierda abertzale, que obedecía a esta máxima rupturista: como no todo es posible, nada de lo posible es aceptable. Cuando en torno a 1977 la democracia se hizo posible, esa subcultura estaba en condiciones de rechazarla de plano porque se había encapsulado en su particular espiral violenta. Treinta y cinco años después, liberada sin remordimientos del ‘ciclo’ del terror, la izquierda abertzale pretende encarnar una democracia genuina que justifique su demora.
Pero el ADN de los rezagados está incapacitado para ofrecer algo mejor que la democracia posible, y lo está porque arrastra dos males heredados de ETA: la opacidad de sus procesos de decisión cuando la ciudadanía requiere transparencia y su necesidad de aferrarse a algún tótem incontrovertible que releve a la banda terrorista. Rezagados también en la búsqueda de esa verdad sustitutiva, se niegan a que ETA deje de existir formalmente. Por eso, del mismo modo que no sabemos por qué el trazado de la autovía de Navarra es más sostenible que el proyecto inicial, tampoco sabremos nunca por qué el alambicado plan de residuos que pretende dar cobertura al ‘atez ate’ es más ecológico que la incineradora. Se sustituye una verdad inmutable por otra, sea cual sea. Porque la nueva democracia requiere siempre el elemento corrector de la verdad. Y ninguna votación institucional o popular podrá jamás con la calidad de las razones defendidas en nombre de esa verdad, que la izquierda abertzale preserva con asombrosa soltura desde el gobierno de las instituciones mediante requiebros procedimentales de dudoso sentido democrático.
Nos deslumbran los rezagados quizá porque en este país muy pocos pueden jactarse de haber llegado a tiempo. Nos deslumbran los que descubren evidencias que siempre habían estado ahí, pero que adquieren un valor singular cuando el último en arribar las señala con su dedo. De pronto se ensalza la figura de Arnaldo Otegi como deseado o como inevitable lehendakari, aunque no se sabe si porque fue el visionario que predijo la derrota de ETA en el seno de la izquierda abertzale o el gregario locuaz y útil que supo aguantar hasta tan al final sin cortar amarras con ETA que sigue en la cárcel. La parábola del hijo pródigo actúa como factor protector porque extiende el reconocimiento hacia el rezagado al conjunto de la sociedad. La gran baza electoral de la izquierda abertzale no es el victimismo –como creen los jeltzales– sino el enigma, el suspense con el que elevan a categoría de trascendente cualquier decisión que adopten o no adopten. Anuncian declaraciones históricas que resultan fraudulentas, cambian de nombre como nadie o designan candidatos con un halo de misterio que reproduce la naturaleza opaca de su génesis. Porque es en el misterio donde los rezagados experimentan la metamorfosis que les convierte en adalid del tiempo nuevo.
Así es como los rezagados no solo eluden tomar conciencia de serlo sino que se ven a sí mismos como avanzadilla. Los demás son el pasado, ellos el futuro. De ahí que Eusko Alkartasuna y Aralar se descolgaran del pelotón democrático para esperarles y hacer grupo. La compasión y la empatía hacia los rezagados se vuelven admiración. Tienen las ideas claras, se dice, la cabeza bien amueblada. Pero el verdadero truco es que los rezagados van de la mano de la amnesia que la socióloga Izaskun Sáenz de la Fuente ha percibido como el nuevo temor que turba a las víctimas del terrorismo ahora que tienen razones para no temer por su vida. En realidad se trata de una amnesia en cadena. El victimario necesita olvidar lo que hizo en un ejercicio que practicó incluso antes de cometer el atentado. El riesgo que asumió le permite sentirse más pagano de las circunstancias que verdugo de otros seres humanos. Se convence de que no hubiese querido hacerlo y así es como se siente arropado por su entorno más próximo y hasta jaleado en su ‘desgracia’. Los payasos ‘Pirritx eta Porrotx’ van a ser desagraviados por el Ayuntamiento de Lasarte, gobernado por Bildu, porque la negativa de uno de sus componentes a condenar el asesinato del concejal socialista Froilán Elespe les supuso un quebranto cuando trataban de hacer reír a los niños para salvar sus almas del «conflicto armado» agraviando a la víctima. Nada hay más contagioso que la amnesia, porque hasta el derecho legítimo al olvido comporta un recuerdo selectivo que en muchas ocasiones se vuelve injusto e incluso cruel. Además, en nuestro caso la amnesia se acomoda en una indiferencia que ha reverdecido cada vez que han callado las armas, aunque fuese durante unos días y sin declaración explícita de tregua.
Pero el circuito de la amnesia recorre un tramo final aun más sofisticado cuando establece la imposibilidad de una memoria compartida ante la abrumadora diversidad de memorias individuales y grupales, negando por supuesto la eventualidad de que esa hipotética memoria común esté inspirada por el relato de las víctimas de ETA. El argumento logra un efecto disuasorio prodigioso: la reducción al absurdo de la memoria imposible porque ninguna memoria posible puede ser aceptada como tal. Es el mismo efecto que se produce cuando el mínimo ético de «que no vuelva a ocurrir» se ensalza como el gran hallazgo para la convivencia. Los rezagados inspiran un nuevo credo que disocia la pública e incuestionable convivencia del arrepentimiento íntimo e inescrutable. Y, sin embargo, todavía no han explicado por qué el «ciclo armado» tenía que acabar el 20 de octubre de 2011 y no treinta o cuarenta años antes o, sencillamente, por qué comenzó. Son cuestiones que a este paso quedarán para siempre engullidas por la amnesia.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 9/6/12