Antonio Rivera-El Correo

Santiago Abascal es un extremista de derechas de nueva generación; ‘derecha 2.0’ la denomina Steven Forti. Por eso algunas de sus ideas, y las de su partido, nos resultan insólitas, porque no repiten el catón de la derecha tradicional llevado a su radicalización, sino que son en parte novedosas o mezcla de diversas tradiciones.

En la cuestión identitaria se aprecia. Vox es un partido ultranacionalista españolista y esencialista: la Nación es eterna e inmutable, ajena a nuestra voluntad. En su esencia incuestionable, España es cristiana frente a otras confesiones (la musulmana, básicamente). Pero, a la vez, Vox es un partido laico que critica a los obispos o al mismísimo Papa (al anterior). Tiene una base militante y electoral donde la identidad religiosa es fundamental, así como relación directa con grupos de presión muy extremistas en la defensa de ese ideario (CitizenGo y su local Hazte Oír). Pero la reivindicación de la identidad cristiana es por su dimensión cultural, ‘civilizacionista’, que no por su práctica personal (moral) -Abascal es divorciado- o ni siquiera por considerar que en pleno siglo XXI la religión siga siendo el mejor disciplinador social, como piensan los conservadores.

Así se entiende mejor la nota de los obispos católicos -y de las Comunidades Judías- rechazando el acuerdo municipal de PP y Vox en Jumilla que impide celebrar las dos grandes fiestas musulmanas en espacios deportivos municipales, a la que han respondido en el partido de Abascal mandando al guano a los monseñores. Vox hace una declaración de laicismo de circunstancias defendiendo, como si estuviera en un país laico como Francia, que un espacio público no puede ser utilizado para un rito privativo. Y que, además, este es ajeno a la naturaleza hispana. Así mezcla un precepto moderno -la laicidad- con otro tradicional, el esencialismo nacional: somos españoles porque somos culturalmente católicos (como dijera Menéndez Pelayo).

Esta amalgama de criterios es característica de la extrema derecha actual, incluso en España, al punto de que su gradación (o extremismo) en cuanto a identitarismo cultural-religioso les divide en Europa: los de Abascal (ECR, Conservadores y Reformistas) hacen causa de ello y los de Le Pen, por ejemplo, lo hacen menos (ID, Identidad y Democracia). Pero esta división no aclara demasiado porque enseguida en la práctica se imbrican y confunden: así, en esto de Jumilla, Vox reitera la táctica antimusulmana del holandés Geert Wilders, situado en otro Eurogrupo. Igualmente, no hay límite preciso en Vox entre religiosos y laicos, y todo depende de la cuestión que enfrenten a cada momento. En todo caso, en lo que coinciden todas las extremas derechas 2.0 es en no hacer de la democracia liberal su santo y seña, y la referencia de la identidad europea o de la nacional respectiva.

Y aquí aparecen el Partido Popular y su lío al acompañar las tácticas de Vox: compromete su discurso, y hasta los obispos y otros jefes de religiones del Libro tienen que recordarle el derecho ciudadano a tener juicios, criterios y creencias, y a manifestarlos, todos, en público, no en la casa de cada cual, como entendía la libertad religiosa condicionada un conservador clásico como Cánovas del Castillo. Por ahí Feijóo va mal.