GABRIEL TORTELLA – EL MUNDO – 21/03/16
· Sorprende que, reconocidos por la Historia los errores cometidos por los políticos españoles y catalanes, se estén reproduciendo actitudes hostiles que rompen el consenso que ha posibilitado 40 años de progreso.
La canción de los segadores, que se convirtió en himno de Cataluña en 1993, y que fue escrita a finales del siglo XIX sobre la base de canciones del siglo XVII (de tiempos de la Guerra de los Segadores o de Secesión) conservadas por tradición oral, tiene una letra violenta y agresiva, pero, por contraste, en ella se define a Cataluña con la elogiosa frase que encabeza este artículo. Pero si Cataluña era «rica y plena» a mediados del siglo XVII, mucho más lo es ahora en términos tanto comparativos como absolutos, con una renta por habitante que está un 20% por encima de la media española y más de un 10% por encima de la media europea. Y, además, a Cataluña le ha ido muy bien recientemente, es decir, desde la Transición, aunque a otras regiones españolas, como en especial Madrid, el País Vasco, o Navarra, les haya ido aún mejor.
Después del fin de la Guerra de los Segadores en 1652, el separatismo catalán desapareció y no resurgió hasta el siglo XX. Se me objetará que la Guerra de Sucesión de principios del XVIII fue también separatista: nada más falso. En ella Cataluña y los reinos de la Corona de Aragón lucharon contra Felipe V en defensa de los fueros, no para separarse de España, sino para imponer el fuerismo al resto del país. Lucharon, perdieron, y se produjo lo que los fueristas temían: los Decretos de Nueva Planta acabaron con los fueros aragoneses de un plumazo. Los aragoneses, y en especial los catalanes, fueron heroicos en su lucha, pero no muy inteligentes: vascos y navarros, que colaboraron con Felipe V, conservaron sus amados fueros.
Otra paradoja es que los fueros mantuvieron estancados a vascos y navarros, mientras que su abolición «benefició insospechadamente» a los catalanes, como escribió Vicens Vives. Cataluña creció económicamente durante el XVIII y se despegó del resto de España gracias a la libertad que le dieron la abolición de los fueros y el acceso irrestricto al mercado español y al americano. Además, la prohibición de importar tejidos de algodón dio alas a la industria textil.
Tras la interrupción de las guerras napoleónicas, Cataluña, protegida tras el arancel español, creó una poderosa industria textil para la que los mercados español y antillano constituyeron el destino casi exclusivo. Los tejidos ingleses, franceses y belgas eran mejores y más baratos, pero el Estado español los mantenía a raya con altísimos aranceles y la represión cada vez más eficaz del contrabando. Políticos e industriales catalanes constituyeron el lobby más poderoso en la política española y actuaron con notable unanimidad, anunciando el desorden y la revolución si los liberales rebajaban los aranceles. Políticos y empresarios textiles rogaron, amenazaron y organizaron nutridas manifestaciones durante todo el siglo XIX, y al cabo lograron su propósito: el mantenimiento de la protección a la industria textil.
El economista progresista catalán Laureano Figuerola, primer ministro de Hacienda de la Revolución de 1868, no sólo estableció la peseta como unidad monetaria, sino que introdujo un arancel un poco menos proteccionista que los anteriores; para sus paisanos se convirtió así en un traidor y un renegado. Nunca se lo perdonaron y el odio contra Figuerola se conserva aún entre los historiadores nacionalistas. El famoso (segundo) Memorial de Agravios (Greuges) que los círculos político-económicos catalanes presentaron a Alfonso XII en 1885 era principalmente una queja porque los aranceles no eran lo bastante altos.
La burguesía catalana se enriqueció gracias a la protección que le dispensó el Estado español; pero otra paradoja es que, a medida que la brecha entre los ricos catalanes y el resto de España aumentaba, más desprecio sentían aquellos hacia ésta, y más se esforzaban por subrayar sus diferencias culturales y lingüísticas. Vino así la llamada Renaixença, el renacer de la lengua y la cultura catalanas. Lo que al principio parecía un movimiento puramente cultural y literario, adquirió caracteres abiertamente políticos cuando llegó el desastre del 98 y se separaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Al perderse el mercado antillano, que tan pingües beneficios había rendido a los industriales del Principado, florecieron los partidos «regionalistas», que pronto se hicieron «nacionalistas».
Enric Prat de la Riba, el inspirador intelectual de la Lliga Regionalista, publicó en 1906La nacionalitat catalana, donde afirmaba dogmáticamente que Cataluña era una nación, «una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden ni deshacerla ni cambiarla». España, en cambio, no era una nación, sino «una entitat artificial». Tiraba así por la borda siglos de evidencia histórica; entre las evidencias más claras, la Constitución de Cádiz (1812), cuyo artículo 2 había proclamado que: «La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona». O el primer Memorial de Agravios catalán, de 1760, que afirmaba, contra lo que luego han repetido los historiadores nacionalistas, que «después que se unieron en los señores Don Fernando y Doña Ysabel ambas coronas [Aragón y Castilla] se llamaron y se llaman reyes de España».
Se cometieron a partir de entonces una serie de errores graves, tanto por parte de los políticos de Madrid como por los de Barcelona. El general Primo de Rivera, que proclamó su dictadura en 1923 con el apoyo claro de la burguesía catalana, se volvió inmediatamente contra ella, humillándola repetidamente en los meses siguientes al pronunciamiento. Consiguió así hundir a la Lliga, que con todo era relativamente moderada, y dar fuerza a Esquerra Republicana, que arrasó electoralmente y proclamó la independencia dos veces durante la República.
La conducta de este partido durante la Guerra Civil (lo que Azaña llamó «diez meses de ineptitud delirante, aliada con la traición») contribuyó seriamente a debilitar el esfuerzo militar de la República y aceleró la victoria de Franco. Pero la represión de éste durante su dictadura permitió que el nacionalismo catalán encarnado en Jordi Pujol saliera triunfante en las primeras elecciones catalanas de la Transición democrática. Repitió Franco con agravantes los errores de Primo de Rivera, favoreciendo el triunfo del nacionalismo al que pretendía aniquilar.
La actitud conciliadora que ha predominado en los gobiernos de Madrid desde la Transición, ha sido acertada, pero últimamente está encontrando una cerrazón injustificable por parte de la Generalitat. Y es que si de algo han pecado los gobiernos de Madrid, tanto los del PP como los del PSOE, ha sido de haber renunciado a tratar de comunicar directa y abiertamente con la población catalana para contrarrestar la propaganda nacionalista de tantos medios catalanes.
No se ha hecho el esfuerzo necesario para recordar al público catalán, donde impera más el seny que la rauxa, que aunque haya habido momentos de enfrentamiento y de dolor, como en toda relación que se prolonga en el tiempo, en la historia de Cataluña dentro de España han sido muchos más, y más largos, los períodos de armonía y felicidad, de crecimiento económico y bienestar compartido. En concreto, los últimos 40 años, desde la Transición, han sido de los más prósperos de nuestro país (con los inevitables altibajos), años de riqueza y plenitud como canta el himno, de construcción en común, de grandes logros y de inevitables concesiones; y, sin embargo, ciertos acontecimientos recientes parecen abocarnos irremediablemente a un nuevo enfrentamiento, como si no hubiéramos aprendido de los errores del pasado, como si, por olvidar las enseñanzas de la historia, estuviéramos empeñados en repetir sus peores momentos.
Gabriel Tortella, economista e historiador,es autor, junto con José Luis García Ruiz, Clara Eugenia Núñez y Gloria Quiroga, de Cataluña en España. Historia y mito, que acaba de publicar la Editorial Gadir.