Aunque cueste seguir la senda, es un peaje que debemos pagar. La sesión parlamentaria del 10 de enero aparece como la cima del montón de basura política al que deberemos acostumbrarnos cada vez que miramos el paisaje; lo que nos ha dejado el encuentro de un fulero con un chantajista. Cada uno ha exhibido su capacidad para alcanzar el límite que le concedía la situación y ninguno de nosotros alcanza ni siquiera a intuir lo que se pactó y qué dice expresamente la letra pequeña. Sólo conocemos que ambas partes salieron del cambalache contentas tras haber mostrado a la ciudadanía perpleja que son insuperables en lo suyo. Uno sin límite para mentir y el otro sin límite para chantajear; sin sus 7 escaños vacíos el trampantojo se desmorona.
No es difícil imaginar a los dos protagonistas riéndose una vez acaba la faena. De Pedro Sánchez tenemos la secuencia televisiva, cuando hubo de venir a la carrera desde Moncloa porque sin su voto presencial no ganaba (en un ejercicio de indecencia parlamentaria la presidenta de la Cámara, la fiel Armengol, le concedió una hora para llegar, que para eso la puso él mismo). La risa del presidente Sánchez la pudo contemplar toda España, la de Puigdemont se quedó en Waterloo, como corresponde a su actual situación provisional de reo de la justicia. Pero tiene razones para reírse, incluso para descojonarse de la risa, porque si había un tipo absolutamente cancelado para cualquier cosa más allá de una alcaldía aldeana, era él, y ya lo ven ahora, convertido en astuto administrador de la nada de sus 7 cómplices, tan inútiles como él hasta que llegó un tipo desde la presidencia del gobierno que les convirtió en parte imprescindible del invento. Y eso ocurría al tiempo que la ciudadanía de Cataluña les había ido quitando el escaso crédito que les concedió en las elecciones. Conviene no olvidar que llegó a la presidencia de la Generalidad no por las urnas sino por corrimiento de escala tras el suicidio por empacho de un majadero apellidado Torras.
La risa del presidente Sánchez la pudo contemplar toda España, la de Puigdemont se quedó en Waterloo, como corresponde a su actual situación provisional de reo de la justicia
Hemos asistido el pasado miércoles al ensayo general de una política que nos helará los huesos. El presidente aceptará todo lo que sea menester para mantenerse, ya sea la Constitución, su propio partido, la dignidad, las autonomías o lo que haya en el marco de la realidad susceptible de ser empeñado. Por eso es tan importante ese ensayo general porque cada uno aprenderá la lección y pondrá precio a sus votos. Se ha abierto la veda al chantaje político con la novedad típicamente mafiosa de que el único límite de tus exigencias consiste en respetar el silencio de los conjurados. Luego ya se encargarán los medios de comunicación adictos de ensanchar las tragaderas de los despistados. Tampoco es banal que fuera Xavier Vidal-Folch, desde su asiento empoderado de «El País» quien se encargara, días antes del zafarrancho del 10 de enero, de blanquear la figura de Puigdemont.
Había que salvar al soldado Puigdemont y es sabido que eso se hace cuando hay una orden de la autoridad exigiéndolo. Luego resulta que el desvaído secundario del electorado catalán asume que vive en Waterloo, que es lugar evocador para soñar a lo grande, porque hay quien le necesita como el comer, o más exactamente para comer. Misión cumplida. Que nadie se queje luego de que les ha salido un chantajista ambicioso, porque es la práctica del chantaje la que alimenta la escalada; nunca se tiene lo suficiente. A partir de ahora el partido más reaccionario, xenófobo y corrupto de Cataluña, Junts, se encargará de poner orden en la emigración y tratarla como creen quienes son depositarios de las esencias que acumularon padres y abuelos. ¿Y qué me dice de ese silencio estruendoso de los progresistas institucionales, los autóctonos que aseguran ser mayoritarios y los españoles que lo proclaman como su lema de gobierno?
¿Quién dijo que la Constitución debía volver a Cataluña? ¡Qué ingenuidad! Vaya usted a parar ahora el supremacismo lingüístico, la descalificación de los tribunales que afectan a la autoridad autonómica, la exhibición de la simbología que representa la corrupta familia Pujol… El independentismo se ha hecho socio del gobierno central al tiempo que los ciudadanos no se cansan de insistir que esa política no la quieren. Las elecciones pueden convertirse en una estafa si los que salieron de las urnas están incumpliendo aquello por lo que fueron elegidos, y eso lo estamos viviendo desde el día siguiente de cerrar las urnas. Nos avalan los votos, dicen antes de ciscarse en las papeletas.
Aquí no hay más gobierno que el que arbitra Pedro Sánchez y el debate sobre si es progresista o conservador tiene los visos de un debate para teólogos de la fe
En ese chantaje barnizado de papeles ha entrado Podemos. Están en su derecho, porque cuando un partido está dando boqueadas, lo dirija Puigdemont o Iglesias, no le queda otra opción que hacerse valer por el daño que pueda causar. Es otro principio mafioso adaptado a los pequeños emprendedores políticos; los grandes manejan otras formas. Si Puigdemont cuenta con 7, la familia Iglesias tiene 5. No piden ya que les garanticen el futuro, sino que evalúen los engorros que irán provocando mientras se acostumbran a buscar empleo. Al menos podrían alcanzar a que Irene Montero, la señora, sacara un sueldo más que digno en el Parlamento Europeo, que no será fácil. No escarben pues en odios cainitas ni en motivos rebuscados, identitarios o radicales, es la supervivencia, y ese es el instinto más humano que existe, el que nos emparenta con las bestias que fuimos.
Abandonemos los subterfugios y dejemos a las impasibles plumas institucionales con la mandanga del gobierno de diálogo y progreso frente a una derecha estofada de veleidades dictatoriales. Aquí no hay más gobierno que el que arbitra Pedro Sánchez y el debate sobre si es progresista o conservador tiene los visos de un debate para teólogos de la fe. Es de Sánchez y solo suyo y hará lo que sea con tal de que la fantasmagoría ideológica se mantenga para uso de cucañeros. Ni el partido, ni el país, ni la dignidad política importan un carajo. Uno está a lo que está. Cuentan que en un off-the-record con periodistas, vísperas de su inusitada presidencia, alguien le preguntó con quién podía contar para hacer una mayoría gubernamental. “Si vas a la Plaza Mayor y te pones en el centro no se acerca ni una paloma, pero si llevas un cucurucho llamativo y una bolsa de alpiste, te rodean picoteando”. Lo de la risa tampoco es nuevo; un añadido que evoca a aquel Leoncavallo de 1892, en Milán, con Toscanini en el podio: “Ridi, pagliaccio, ridi”. Un drama cómico.