La fragmentación y desvertebración que amenaza con irrumpir otra vez en España es una realidad patente, profunda y creciente en el País Vasco. El gran fracaso del nacionalismo gobernante durante treinta años ha sido su incapacidad de hacer de Euskadi un proyecto integrador de una ciudadanía plural. En ningún otro lugar las memorias colectivas parecen más irreconciliables.
La última entrevista entre Rajoy y Zapatero se me antoja una parábola de un contencioso secular de nuestra vida social. Ambos personajes llevaban una buena temporada lanzándose agravios en el tema más sensible, retrotrayéndose cada día un poco más en el origen de los reproches y, por tanto, haciendo más difícil cualquier tipo de acuerdo en el futuro. Uno consideraba que el otro había traicionado el acuerdo de no negociar con los terroristas, y el otro repetía que jamás oposición alguna había utilizado la estrategia antiterrorista para desgastar al gobierno. El rifirrafe ha sido lamentable, excepto para forofos incondicionales, y ha sacado a la luz muchas miserias e inepcias de la vida política española, por lo que no tiene nada de raro que la desafección de la política crezca sin parar.
Pero a lo que iba: tras la reunión, desaparecieron los reproches y se prometió aunar esfuerzos de cara al futuro. Fue un ejercicio de responsabilidad, pero sobre todo de supervivencia política de los protagonistas, después de que ETA declarase abiertos todos los frentes. Naturalmente, no sabemos lo que pasó en la entrevista, el grado de acuerdo alcanzado y el nivel de información compartida entre quienes se habían lanzado las más graves descalificaciones. Siempre me ha llamado la atención la piel tan dura de los políticos para atacarse, para romper con viejos amigos y, al tiempo, la flexibilidad para acordar, sobre todo repartos, con los hasta ayer enemigos encarnizados. Parece que los sentimientos más hondos pintan poco ante la lógica del poder expresada en la fidelidad al propio grupo.
¿Qué pasó en la reunión entre Zapatero y Rajoy? Que el desafío de ETA obligaba a aparcar las diferencias; que las graves incertidumbres del futuro exigen renunciar a pelearse por la interpretación del pasado. Decía que esta entrevista, con sus prolegómenos y desenlace, me parecía una parábola de la vida social española. Hemos recordado con un poco de nostalgia las primeras elecciones democráticas de hace ahora treinta años.
La famosa Transición fue un proceso en el que las memorias colectivas de las dos Españas aparcaron sus diferencias, se relativizaron y aceptaron la incorporación de elementos comunes, es decir, las bases de la democracia, ante un futuro lleno de dificultades, pero también de oportunidades. Ni unos exigieron el cierre inmediato del Valle de los Caídos ni otros pensaron en elevar a los altares a sus muertos. Con la perspectiva que da el tiempo, podemos decir que, afortunadamente, ni la Platajunta consiguió su ruptura, ni los franquistas lograron su evolución del régimen desde dentro.
En la Transición hubo pragmatismo, inteligencia, pero también valor, autocrítica implícita y generosidad. Pero quedaron cuestiones pendientes. Existen pocas cosas más delicadas que gestionar el pasado y la memoria de una sociedad. Puede parecer una cuestión académica, quizá sentimental, pero sin embargo oculta una terrible lucha por el poder. Las interpretaciones del pasado unen más que los proyectos de futuro que, en buena parte, dependen de los relatos sobre el pasado que se impongan en una sociedad. Porque creo que, en efecto, se puede hablar de memoria colectiva, en la que se socializan los recuerdos de cada individuo concreto.
La memoria colectiva es, al decir de P. Jedlowski, la selección, interpretación y transmisión de ciertas representaciones del pasado producidas y conservadas desde el punto de vista de un determinado grupo social. En la medida en que en cada sociedad está constituida por una pluralidad de grupos, no podemos hablar de una única memoria colectiva, porque cada grupo elabora la representación del pasado que mejor encaja con sus valores e intereses. En la reconstrucción del pasado se enfrentan intereses distintos. Cada grupo busca legitimar su identidad y su proyecto de futuro. Naturalmente, aquí debería intervenir la autoridad científica de los historiadores que, con mucha frecuencia, queda avasallada por los prejuicios e intereses en juego. Hay momentos extraordinarios, siempre transitorios, en los que las memorias colectivas quedan silenciadas. Por ejemplo, en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial o en Israel tras la fundación del Estado en 1948. Tuvieron que pasar muchos años en ambos países para que la memoria colectiva, sin mitos y con sus vergüenzas, pudiera ser planteada por algunos historiadores arriesgados, y que pertenecían a otra generación.
Parece claro que, en España, las divergentes memorias colectivas, acalladas durante la Transición, pero probablemente menos purificadas de lo que hubiese cabido esperar, vuelven a salir a la luz. Es normal que existan distintas y hasta contrapuestas memorias colectivas. Pero la sociedad española necesita acuñar una memoria común y suficientemente compartida, y esto requiere tiempo, personalidades excepcionales y circunstancias favorables. De momento, seguimos con un himno sin letra (sería totalmente imposible ponerse de acuerdo en una) y con unas fiestas y símbolos cívicos de escaso arraigo. La Iglesia, muy desorientada por su enorme pérdida de influencia social, decide beatificar como mártires a cientos de asesinados en la Guerra Civil en una ceremonia de especial solemnidad que se celebrará en Roma y que, contra las intenciones expresadas, puede fácilmente convertirse en una reivindicación partidista, carente de toda autocrítica, de la memoria colectiva mítica de una nostálgica pero poderosa derecha española. Por el otro lado, asistimos también a una reivindicación mítica de otra memoria colectiva, que tiene el peligro de confundir la legitimidad republicana con la glorificación, también carente de toda autocrítica, de combatientes y actitudes que nada tenían de demócratas. Bien entendido que me parece respetable y justo honrar la memoria de los asesinados, especialmente de aquéllos a los que se vilipendió durante cuarenta años. Pero se requiere autocrítica, respeto a los datos históricos y espíritu magnánimo.
Habría estado muy bien, por ejemplo, que entre los beatificados por la Iglesia hubiese habido algún sacerdote asesinado por los franquistas. ¿O es que unos perdieron la vida por su fe y otros por sus ideas políticas? ¿Es así de simple la cosa?
La fragmentación y desvertebración que amenaza con irrumpir otra vez en España es una realidad patente, más profunda y creciente, en el País Vasco. El gran fracaso del nacionalismo gobernante durante treinta años ha sido su incapacidad de hacer de Euskadi un proyecto integrador de una ciudadanía plural. Se nos ha querido ahormar con la ideología nacionalista. Se hizo, por decreto y sin consenso, del himno de un partido el himno de todos los vascos, que no ha cuajado en absoluto (éste sí tiene letra, y menos mal que la gente no la entiende). Se eligió para el día de la fiesta cívica de toda la comunidad una fecha con criterios anacrónicos y sectarios, y el resultado es que no existe una celebración de todos los vascos. El euskera se conoce mucho más, se habla algo más, pero ha surgido una notable desafección hacia él porque se utiliza como instrumento de discriminación y no como patrimonio de toda la sociedad. En ningún otro lugar de España las memorias colectivas parecen más irreconciliables. ¿Será posible que del fondo de nuestra tragedia surja la sanación de la memoria de la sociedad vasca? Tenemos la obligación, pero también la oportunidad, de que el horror del terrorismo se convierta en patrimonio de todos, en el germen de una memoria colectiva que honre a las víctimas, que reconozca la deuda contraída con ellas, que haga de la ciudadanía la base de la identidad social y que impulse un futuro del que quede excluido el proyecto en cuyo nombre se ejerció el terrorismo.
Porque no todos los proyectos son defendibles en democracia. El socialismo no cabría en democracia si siguiese considerando principios innegociables el marxismo y la estatalización de los bienes de producción. No cabe en democracia una ideología que establezca como principios innegociables una territorialidad definida sin atender a la voluntad de las gentes, y un concepto de soberanía que hace imposible la articulación de la pluralidad de la sociedad vasca. El terrorismo etarra es inseparable de la ideología política que lo anima. Y el gobernante que no entienda esto se equivocará en el tratamiento del problema. En la interpretación que prevalezca del presente y de nuestro inmediato pasado nos jugamos los vascos la dignidad de nuestro futuro.
Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 22/6/2007