• No va el caso de los grandes principios de la separación de poderes, sino del carácter chapucero de un auto concreto que no está a la altura de las circunstancias

No es extraño que autos y sentencias judiciales anulen, por desproporcionadas o contrarias a derecho, medidas que han sido adoptadas, con mejor voluntad que tino, por los ejecutivos. De hecho, en esta pandemia llena de incertidumbres, han abundado los casos en que el Poder Judicial se ha visto obligado a hacerlo. Tales «intromisiones», asumida como está por la ciudadanía la facultad de control de la Justicia sobre los actos gubernativos, han causado malestar en los gobiernos, pero no supuesto un conflicto. El control se ha aceptado o recurrido, y las medidas, retirado o corregido. El procedimiento forma parte de la normalidad en el funcionamiento de la relación que se da entre dos poderes independientes y dotados de funciones distintas.

No va de esto, sin embargo, la cosa en el caso del auto que, redactado por el juez Luis Garrido y avalado por dos compañeros de sala, ha causado estos días perplejidad en la ciudadanía, disgusto en el Ejecutivo y merma en el prestigio de la Administración de Justicia, además de en la reputación personal del interesado. Y, al no ir de ello la cosa, no había razón para que sus colegas de profesión salieran en tromba para recordarnos los grandes principios que más arriba se han citado y defender lo que ni está en cuestión ni viene a cuento en el caso. Porque la cosa va en exclusiva de la calidad técnica del artefacto concreto que el juez ha armado para resolver un conflicto entre salud pública e interés particular. Ni siquiera los datos de carácter personal que se han conocido a raíz de la emisión del auto, como el perfil de WhatsApp del ponente o sus despectivos comentarios sobre la escasa profesionalidad de los epidemiólogos, deben entrar en el debate ni confundirse con la crítica que aquí pretende expresarse.

«No creo que haya hoy un solo experto que firme todo lo que el auto da por hecho»

El conflicto a resolver era uno de proporcionalidad entre el daño que el cierre de la hostelería causaría, si se adoptara, en un importante sector de la sociedad y el que sufriría, por no adoptarse, el común de la ciudadanía. El daño del sector era de orden eminentemente económico; el del común, de salud. La base de la argumentación es, en cualquier caso, de naturaleza sanitaria. De tal cariz son, de hecho, tanto la motivación de la medida administrativa como el razonamiento del auto. Y ahí es donde aflora, a mi entender, la endeblez de este último. Sin basarse en autoridad concreta y reconocida, el juez Garrido especula ligeramente por su cuenta sobre una serie de incidencias, fechas y escaladas tomadas un tanto al azar, para concluir que, de acuerdo con «una parte importante (pero indeterminada) de los expertos», son las reuniones familiares y de amigos las que producen «en torno al 80% de los contagios» y, por ende, «la apertura de la actividad hostelera… no aparece en este momento como un elemento de riesgo cierto y grave para la salud pública». No creo que haya hoy un solo experto que firme todo lo que el auto da por hecho. El razonamiento se expone a reproche por todas sus flancos. El único dato concreto y pretendidamente taxativo, ese del 80%, es del todo especulativo en un país en el que, según reconocen quienes saben, al menos el 50% de los contagios es de origen indeterminado. Los locales hosteleros no contagian, así es, pero propician conductas que los convierten en focos de propagación del virus. En esto sí que hay consenso unánime de los expertos. No puede, pues, afirmarse que su apertura no sea «un riesgo cierto y grave para la salud pública». Sí cabría, en cambio, concluir que la intromisión imprudente en un campo de conocimiento ajeno abre serias sospechas sobre la falta de rigor y el carácter temerario de la conclusión que el auto hace suya.

A partir de aquí vendrían los corolarios, jocosos o indignados, que para todo dan. Pero, aunque tentador sería caer en ellos, mejor extenderse en el asunto que se agita, para muchos de manera angustiosa, debajo de este episodio. Todo nace del estado de profunda ansiedad y preocupación en que vive un sector de la actividad económica que contribuye al esparcimiento y la confraternización de gran parte de nuestra ciudadanía, el de la hostelería. No cabe duda de que es de los que peor parados están quedando en esta interminable crisis. Si su cierre se debe al cuidado de la salud de todos, es de justicia que todos contribuyan a paliar sus pérdidas. Y, en una sociedad avanzada, esto sólo puede hacerse mediante la aplicación justa y equitativa de parte de los impuestos comunes al mantenimiento de estos miembros más debilitados del organismo común.