ANDRÉS BETANCOR-El Mundo
El autor lamenta que la sesión constitutiva del Congreso fuera un espectáculo grotesco. Dice que nada que ensombrezca el asentimiento de los diputados de acatamiento de la Constitución debe ser admitido.
El rito es una conducta gobernada por unas reglas que tienen un carácter simbólico en una comunidad determinada. En la vida política hay muchos ritos asociados al poder. Las ceremonias de entronización de los reyes, las sesiones constitutivas de los parlamentos, las tomas de posesión de legisladores, presidentes de Gobierno, ministros y otros.
Jorge Bustos, en este periódico, en una brillante columna recordaba, al hilo de la sesión constitutiva del Congreso vivida el pasado día 21, las palabras de Valle-Inclán respecto de la política española como un «pestífero lamedal» que conecta con «el sentido trágico de la vida española [que] solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada».
Una estética deformada por una suerte de ateísmo militante que, en el ámbito de lo cívico, está poniendo en cuestión el rito. Es elocuente lo sucedido. Que la sesión constitutiva del Congreso se haya convertido en un espectáculo grotesco es el camino más corto para que el rito pierda sentido, pero también, por la función social de éste, se denigra la Cámara ante los españoles, en la que se sientan sus representantes.
Según las pautas de la ceremonia, comienza la legislatura y los representantes asumen los derechos y los deberes que les corresponde. Los artículos 1 a 5 del Reglamento del Congreso la regula con una extraordinaria sobriedad: la sesión en el día y hora señalados en el Real Decreto de convocatoria electoral; la presidencia del diputado de mayor edad, asistido por los dos más jóvenes; la elección de la Mesa; la solicitud, por el presidente electo, a los demás diputados del juramento o promesa de acatar la Constitución; y, a continuación, el presidente declarará constituido el Congreso, levantando seguidamente la sesión, lo que será comunicado al Rey.
Es la entronización del órgano que, junto con el Senado, representa al pueblo español, titular de la soberanía nacional, del que emanan todos los poderes del Estado (art. 1.2 CE). El rito tiene que estar a la altura del órgano y de la importante función que desempeña. Y sus practicantes deberían ser conscientes de su transcendencia, en particular, la presidencia, aunque parece que sólo lo son aquellos que cuestionan lo que el órgano representa, por lo que hacen todo lo posible para desdeñarlo. Es la gran paradoja del momento presente.
El Tribunal Constitucional, en la conocida Sentencia 119/1990, se enfrentó a la constitucionalidad de la fórmula de juramento o promesa a la Constitución que debían prestar los diputados electos. Una desgraciada afirmación, más producto de la época, le llevó a afirmar que «el requisito del juramento o promesa es una supervivencia de otros momentos culturales y de otros sistemas jurídicos a los que era inherente el empleo de ritos o fórmulas verbales ritualizadas como fuentes de creación de deberes jurídicos y de compromisos sobrenaturales». En un Estado democrático, concluye, «no resulta congruente una interpretación de la obligación de prestar acatamiento a la Constitución que antepone un formalismo rígido a toda otra consideración, porque de ese modo se violenta la misma Constitución de cuyo acatamiento se trata, se olvida el mayor valor de los derechos fundamentales (en concreto, los del artículo 23) y se hace prevalecer una interpretación de la Constitución excluyente frente a otra integradora».
Se olvida que el juramento o promesa tiene no sólo un significado simbólico, sino, sobre todo, jurídico. La Constitución y la legislación distinguen entre elección, proclamación (nombramiento) y toma de posesión (juramento/promesa).
Con el nombramiento se accede al cargo, en los términos del artículo 23 CE, pero el acceso no equivale al disfrute automático de sus prerrogativas. Se requiere cumplir con una condición: la aceptación. El mandato no se puede imponer. Se produce el nombramiento, pero el elegido y nombrado tiene que hacer la manifestación de voluntad de aceptación. No basta con la participación en el proceso electoral, de la misma forma en que el participar en un proceso de selección no supone, necesariamente, la aceptación del puesto de trabajo.
El Reglamento del Congreso exige que los diputados juren o prometan acatar la Constitución (art. 4). El Reglamento del Senado, con mayor corrección, establece que la prestación de juramento o promesa es requisito para la «perfección de la condición» de senador. Y hasta tanto no se perfeccione, los senadores «no devengarán derechos económicos ni podrán participar en el ejercicio de las funciones constitucionales de la Cámara» (art. 12).
El juramento o promesa es la condición de perfeccionamiento porque es la expresión de la voluntad de la aceptación del mandato y de todas las consecuencias asociadas impuestas por la Constitución. La aceptación tiene, bajo el ropaje del acatamiento a la Carta Magna, tres corolarios relativos al Estado, a la Ley y al cargo. No se puede ejercer/disfrutar de ningún cargo/mandato en nuestro Estado democrático de Derecho sin hacer una manifestación de voluntad de asentimiento de lo que supone en los tres órdenes indicados. En eso consiste el acatamiento a la Constitución: lealtad para con el Estado (en la persona del Jefe del Estado), la sujeción al Derecho y el cumplimiento de los deberes del cargo. Ninguno obstaculiza al pluralismo político porque, en un Estado democrático de Derecho, sólo se satisface a través de las instituciones constitucionales y sus procedimientos, lo que presupone, necesariamente, la observancia de la Constitución en los tres órdenes indicados.
La manifestación de voluntad de aceptación ha de ser, como resulta lógico, libre e incondicionada. El elegido/nombrado no puede someter la aceptación a nada que la desmienta en las tres dimensiones indicadas. No es posible considerar que se acepta el cargo cuando se impone una condición que manifiesta que no hay una voluntad sincera de asumir las obligaciones del cargo en un Estado democrático de Derecho, representado por el Jefe del Estado, y sometido a la Ley.
EN ELReino Unido los miembros de ambas Cámaras, la de los Comunes y la de los Lores, tienen, antes de asumir sus mandatos, que leer un juramento («Juro por Dios Todopoderoso que seré fiel y leal a Su Majestad la Reina Isabel, a sus herederos y sucesores, de acuerdo con la ley. Que Dios me ayude») o promesa («Declaro y afirmo de manera solemne, sincera y verdadera, que seré fiel y leal a Su Majestad la Reina Isabel, sus herederos y sucesores, de acuerdo con la ley») establecido en la Ley (Oaths Act 1978). No cabe posibilidad alguna de alteración o añadido de tipo alguno. En caso contrario, no pueden ejercer ninguno de los derechos, incluido el de tomar asiento y participar en las deliberaciones. Si así lo hicieran serán castigados y su «plaza quedará vacante como si hubieran fallecido» (Parliamentary Oaths Act 1866). Este proceder fue tempranamente confirmado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Consideró que no existía violación a derecho alguno por lo que inadmitió la demanda (08/06/1999).
El rito tiene una función social indudable. Expresa el compromiso de aquél que lo celebra con unas reglas compartidas que, a su vez, enuncian una identidad expresada en la Constitución. Muchos son los ritos que se practican en el mundo de la política. Uno es el de toma de posesión. Para pasar a poseer el cargo se ha de manifestar, sin condicionante alguno, la aceptación de lo que implica su desempeño: ejercer los derechos y cumplir los deberes con lealtad al Jefe del Estado en el que ese cargo se inserta, y con sujeción al Derecho. Todo esto se ha de expresar mediante la indubitada manifestación de acatamiento a la Constitución, norma suprema, pero también símbolo de nuestra democracia. Nada que ensombrezca ese asentimiento podrá ser admitido. No podrá considerarse que se ha tomado posesión. El peso de los complejos (después de 40 años de democracia) nubla incluso a las instituciones jurídicas más básicas; entrega a los enemigos del orden constitucional el respeto a nuestras instituciones democráticas que el rito ensalza al calor de su importancia.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Pompeu Fabra