El 10 de noviembre de ese mismo año, la formación que presidía Albert Rivera perdía más de 2,5 millones de votos y 47 asientos en el Congreso de los Diputados. Hasta ese momento, habíamos conocido casos palmarios de ofuscación política transitoria, pero el de los dirigentes de Cs en aquel ya lejano mes de abril será algún día estudiado en las universidades como el más claro ejemplo de despilfarro de confianza ciudadana de los habidos en nuestro país.
El próximo 23 de julio no habrá papeletas de ese partido en las mesas electorales y, sin embargo, muchos de sus antiguos votantes -al menos una buena parte del millón seiscientos mil que se mantuvo fiel a los naranjas y a su oferta liberal en las elecciones de noviembre- esta vez sí va a tener la opción de ser decisivos. A los huérfanos de Rivera hay que añadir esos 2-3 millones de electores que completan la zona central del mapa ideológico y que en 2016 inclinaron la balanza en favor del Partido Popular, para después, en 2019, pasarse en masa al PSOE.
No sé si Abascal es consciente de que los españoles pueden querer que se vaya Sánchez, pero no que gobierne Vox; y de que está a dos telediarios de convertirse en el mejor aliado del presidente del Gobierno
Son esos 4 o 5 millones de ciudadanos los que, como en otras ocasiones, van a decidir el próximo gobierno; los que confirmarán o rectificarán el resultado de unas elecciones, las recientes de mayo, en las que el PP se ha quedado muy cerca de igualar el respaldo obtenido en 2016. El dato es meritorio si tenemos en cuenta que en aquella ocasión, hace siete años, Vox no existía (0,20% de los votos y cero escaños), o era poco más que el proyecto inviable de unos lunáticos.
En la irrupción del partido de Santiago Abascal en el panorama político español han terciado diversos factores, pero hay tres nombres propios sin cuya intervención, o pasividad, no habría manera de explicar su crecimiento. Vox no sería hoy lo que es sin la inercia apática de Mariano Rajoy, la inseguridad y falta de carácter de Pablo Casado y la complicidad de Pedro Sánchez. Se lo dijo precisamente Casado a Abascal en aquel soberbio discurso de la primera moción de censura, 20 de octubre de 2020: “Son ustedes la derecha que más le gusta a la izquierda, y eso es ya todo lo que ya son”. Pero ya era tarde.
La recortada
Casado desapareció de la escena, sustituido por Alberto Núñez Feijóo. Hecho objetivo 1: En poco más de un año, el PP ha pasado de la UCI a convertirse en una alternativa real de gobierno. Hecho objetivo 2: La alternativa a Feijóo es un nuevo Frankenstein (no hay ni una sola encuesta seria en la que PSOE y Sumar alcancen la mayoría absoluta sin el apoyo de, al menos, Esquerra Republicana). Todo apunta a un cambio de ciclo que parece anticipar el voto por correo (el 40% de los que hasta ahora han utilizado este sistema se inclinan por el PP, según el sociólogo Narciso Michavila). Un cambio de ciclo cuyo principal agente activador, al César lo que es del César, ha sido el propio Pedro Sánchez, enfrascado ahora en un poco convincente restyling de última hora.
Sucede sin embargo que no todo está dicho. Que a un mes de las generales crecen las dudas en ese sector templado de la población que abomina del sanchismo pero mira con creciente preocupación las ínfulas arqueológicas de Vox. No parece posible que el PSOE esté en disposición de ganar las elecciones. No a estas alturas; no cuando hay una corriente de opinión, extrañamente transversal y que va de la derecha a sectores amplios del centro-izquierda, que comparte el objetivo principal: desembarazarse de Sánchez. Pero hay una variable que asusta a un sector de la sociedad casi tanto como Frankenstein 2: un gobierno de Feijóo anclado al Vox más fundamentalista, al Vox que lleva en estos días las riendas de la negociación con el PP.
Si el líder de Vox insiste en la estrategia de primero las poltronas y después veremos, no sería descartable que el 23 de julio se lleve una sorpresa que rememore la de Albert Rivera en noviembre de 2019
En el discurso que antes cité de la moción de censura de 2020, Pablo Casado le soltó a Santiago Abascal esta frase: “Permítame que rebaje un poco sus expectativas y le ponga los pies en el suelo: usted acaba de tener cero diputados en Galicia y un solo diputado en el País Vasco, por cierto, al coste de hacer perder tres al constitucionalismo”. No sé si Abascal es consciente de que con 1,6 millones de votos en las municipales (frente a los 7 millones del PP), si a alguien se le puede acusar de utilizar la recortada es a él; de que cada vez que saca los pies del tiesto Sánchez sube unas décimas en las encuestas; de que los españoles pueden querer que se vaya Sánchez, pero no que gobierne Vox; y de que está a dos telediarios de convertirse en el mejor aliado del presidente del Gobierno, si no lo es ya.
Albert Rivera no supo en su día interpretar correctamente el mensaje de un electorado que le votó para que acabara con la influencia sobredimensionada de los nacionalistas en la gobernación del país. Hoy, el máximo dirigente voxista haría bien en repensar su estrategia, absteniéndose de condicionar su apoyo al PP a la supresión de determinadas consejerías o concejalías. España tiene problemas más urgentes que camuflar por razones ideológicas la realidad, borrar la denominación “agresiones machistas” o cancelar del espacio público la bandera LGTBI.
El PP está gestionando de forma deficiente el tiempo muerto que va del 28M al 23J, y Alberto Núñez Feijóo no debería permitirse otro error como el que precipitaron en Valencia las prisas injustificadas de Carlos Mazón. El líder del PP no puede desandar lo andado; no puede abrazarse a un partido radical, que apenas superó en mayo el 7% de los votos, poniendo en riesgo la conquista del terreno arrebatado al PSOE objetor de la centralidad. Y si Abascal no es capaz de entender algo tan básico, e insiste en la estrategia de primero las poltronas y después veremos, no sería descartable que el 23 de julio se lleve una sorpresa que rememore la de Albert Rivera unos años atrás.