RAÚL CONDE-EL MUNDO

«Gürtel marca un antes y un después en nuestra relación con el Gobierno», aseguró Albert Rivera al día siguiente de blindar a Rajoy respaldando los Presupuestos del Estado. Desde entonces, Ciudadanos no levanta cabeza. Rivera no supo leer bien la situación que precipitó la moción de censura. Si daba a Rajoy por liquidado, lo suyo era haber retirado su apoyo a las cuentas públicas. Si creía que el pacto con el PP tenía futuro, nunca debió pronunciarse así después de una sentencia que, aun siendo demoledora, brotaba del mismo fango que no le impidió sostener al marianismo.

El caso es que la llegada de Sánchez a La Moncloa ha descolocado a la formación naranja. Quizá eso explica su retórica inflamada, lejos de la astucia del pasado. Tras dar el salto nacional, Cs supo granjearse un perfil propio: planteamiento jacobino en el monotema catalán, moderación en el gasto público, ortodoxia en la senda de la consolidación fiscal y toques exóticos como su disposición a cumplir la ley de memoria histórica. Sus principales rémoras son la excitación propia del novato, la falta de anclajes ideológicos y una incoherencia disfrazada de flexibilidad. Rivera pasó de apoyar la investidura de Sánchez exhortando a la bancada del PP a deshacerse de su candidato a dar un cheque en blanco a Rajoy. Tras su pacto con el sanchismo, se abrió a renegociar los objetivos de déficit y estudiar nuevas cargas impositivas. Meses después, no tuvo reparos en adosarse como una ameba al inmovilismo rajoyista: rubricó el Cuponazo al PNV y agachó la cabeza ante un 155 laxo pese a la gravedad de las leyes de ruptura. Ahora, en cambio, ha bastado que Torra abra la boca para exigir la intervención de Cataluña.

Con la hoguera catalana en brasas –no en llamas– los de Rivera pierden gas. Por tanto, se entiende el frenazo a su acelerón demoscópico, pendiente de superar su endeblez orgánica de cara a las elecciones municipales y autonómicas. Sánchez ha formado un Consejo de Ministros que hubiera firmado Cs y el bipartidismo asoma de nuevo. Pero ni siquiera la pugna con Casado justifica que un partido que se dice moderado y centrista atice la crisis migratoria para rascar votos. O que explote la marrullería parlamentaria. O que insista en el estribillo infantiloide del okupa monclovita. O que agite el miedo ante el líder al que hace dos años quiso hacer presidente.

El problema de Ciudadanos no es que fuera muleta del PP ayer, sino que no se sabe de quién será muleta mañana.