Ignacio Varela-El Confidencial

Rivera ha dicho tantas veces “nunca jamás” que cada vez que lo repite compromete su credibilidad. Aún peor, suministra argumentos a quienes necesitan de buena fe no creer en sus palabras

En 1971, Sean Connery juró que jamás volvería a interpretar a James Bond. Doce años más tarde, regresó al personaje que lo hizo mundialmente célebre. La película se tituló ‘Never Say Never Again’, en irónico guiño a su protagonista.

Albert Rivera ha dicho tantas veces “nunca jamás” que cada vez que lo repite compromete su credibilidad. Aún peor, suministra argumentos a quienes necesitan de buena fe no creer en sus palabras o a quienes, con peores intenciones, propician su descrédito.

Abundan los que se aferran desesperadamente a la viabilidad de una coalición de Ciudadanos con el PSOE. No solo porque, a sus ojos, un ‘centro-sinistra’ a la española sería la fórmula más estable y razonable; también porque esa creencia es la coartada moralmente habilitante para: a) votar a Rivera sin que ello implique avalar un Gobierno del PP o —’vade retro’— una alianza con Vox, o b) votar a Sánchez sin asumir que ello conduce a rubricar un nuevo contubernio con Podemos y los independentistas. La higiene es muy importante para cierto tipo de votantes.

Los rivales de Rivera juegan interesadamente con su engolfamiento en la vidriosa cuestión de los pactos. Desde el PP, sembrando la sospecha sobre sus intenciones. Desde el PSOE, con cantos de sirena destinados a tranquilizar a quienes recelan de la desmedida ambición de poder de Sánchez, que ha demostrado no reparar en el coste ni en las compañías.

La posición actual de Ciudadanos es la consecuencia estratégica de movimientos tácticos causados por la desinflamación de su expectativa electoral a partir de la moción de censura. Del 29% en mayo de 2018 al 14% actual: un retroceso de 15 puntos en 10 meses. O había demasiada espuma en aquella cerveza, o todo se ha concatenado en contra, o se han cometido errores graves. Lo más probable es que estemos ante una mezcla de las tres cosas.

La posición actual de Cs es la consecuencia estratégica de movimientos tácticos causados por la desinflamación de su expectativa electoral

El plan de Rivera se ha ido modelando al compás de sucesivas renuncias estratégicas. En la cumbre demoscópica de la pasada primavera, soñó con emular a Macron, absorbiendo como una aspiradora de gran potencia los espacios declinantes de los dos partidos tradicionales. Tras la moción de censura (primer descalabro), ajustó el objetivo a sobrepasar al PP y encabezar una mayoría de centro-derecha, cabalgando sobre la irritación social por el tema de Cataluña y por la alianza de Sánchez con el independentismo.

La aparición de Vox y el comprometedor tripartito andaluz obligaron a revisar de nuevo el objetivo: ya no se trataba tanto de arrebatar votos a otros como de proteger los propios. Ciudadanos entró en situación de lucro cesante, las florecientes ganancias de la época anterior se reducían por semanas. La frontera con el PSOE, antaño tan productiva, quedó clausurada; las transferencias provenientes del PP ya no daban para más, y en su flanco más españolista se abrió una peligrosa vía de agua hacia Vox. Ello condujo a la plaza de Colón, otro movimiento táctico de problemáticos efectos estratégicos.

Tras la convocatoria electoral, el PSOE se escapó. El proyecto presidencial de Rivera ya era historia

Tras la convocatoria electoral, el PSOE se escapó del pelotón. El proyecto presidencial de Rivera ya era historia. Su hermafroditismo político se convirtió en un estorbo —así lo creyó él— para competir en un escenario cada vez más polarizado. Y la fragmentación de la derecha, penalizada por el sistema electoral, aleja el horizonte de un Gobierno alternativo al de Sánchez. Especialmente, de uno que no dependa de Vox.

Así las cosas, a Rivera solo le quedó la opción de plantear esta elección como unas primarias por el liderazgo de la derecha. En el nuevo marco bipartidista (bloque frente a bloque), una interna dentro del bloque conservador, confiando en que Vox restará más al PP que a Ciudadanos y en la clara superioridad de su imagen sobre la de Casado. En ello está, esa será la clave de su campaña.

La supuesta necesidad de marcar (defensivamente) el territorio le ha metido en sucesivos atolladeros. Primero, renegando hasta el paroxismo de un Gobierno de centro-izquierda. Después, con la ofrenda previa al PP de un Gobierno compartido. Como ello transcurre en paralelo con las encuestas, en la práctica Albert Rivera ya ha hecho saber que no votará en ningún caso la investidura de Sánchez, pero está dispuesto a votar la de Pablo Casado. Muy interesante, pero no se ve de qué forma ello podría inducir una potente corriente de voto hacia Ciudadanos.

Pasemos por alto la falta de respeto que supone jugar en el casino poselectoral con los votos que aún no se han recibido ni contado. O el absurdo de que nos relate de antemano cómo administrará la renuncia a la victoria, implícitamente asumida. Lo peor es la desnaturalización política que todo ello comporta.

Si se comparte el discurso pasado de Rivera, que subrayaba la necesidad de superar la división de la sociedad en bloques enfrentados, preservar la cohesión de las fuerzas constitucionales frente al nacionalpopulismo y reabrir el espacio de los consensos bloqueados, es imposible compartir a la vez un discurso electoral que se dispone a competir en el territorio de la polarización, cohabitar con el populismo de extrema derecha y cerrar el paso al entendimiento en el espacio constitucional.

Lo que se esperaría de un partido con el código genético de Ciudadanos es que se presentara ante la sociedad como el principal avalista de la estabilidad tras un largo periodo de gobiernos precarios; como el defensor de fórmulas de gobierno libres de virus nacionalpopulistas, y como el más creíble representante de la moderación frente a la manifiesta inmoderación de los Sánchez y Casado. Por el contrario, ha decidido emularlos por miedo a que se lo coman. Mal negocio.

¿Es posible la marcha atrás? Tiene razón Rivera en presagiar que, llegado a este punto, embarcarse como socio subalterno en un Gobierno de Sánchez supondría la liquidación de su partido en un par de años. Los votantes del centro-derecha no se lo perdonarían jamás. Cualquier coste sería menor, incluido el cargar con la culpa de una repetición de las elecciones. De hecho, el propio Sánchez descarta ya esa vía para permanecer en el poder.

Se trata de obtener un resultado que le permita seguir compitiendo por el liderazgo de la derecha

Penúltimo ajuste de objetivos: ya solo se trata de obtener un resultado digno que le permita seguir compitiendo a medio plazo por el liderazgo de la derecha. Cualquier cosa que pueda presentarse como un avance significativo respecto a 2016. Para ello, sería preferible verse libre del peso de decidir el próximo Gobierno. Que Sánchez pueda valerse sin Ciudadanos y que no se produzca el trance de repetir el brebaje andaluz para caminar cuatro años de la mano de Vox. Paradojas de la historia, Rivera en su laberinto reza para no ser decisivo el 29 de abril.