Javier Caraballo-El Confidencial
- La reforma de la malversación nos devuelve al marco mental de Juan Guerra. Otra vez estamos en lo mismo, que robar para el partido o para financiar un referéndum de independencia no es robar
En aquellos años, ni siquiera se daban cuenta de la contradicción implícita que contenía la frase que repetían, eso de que «robar para el partido no es robar». Una especie de oxímoron insostenible. Eran los primeros escándalos de la política española, cuando el enorme poder que llegó a reunir el PSOE en España, tras la celebrada victoria de octubre del 82, comenzó a pudrirse hasta hacerlo irreconocible. Quizás el primero de todos, o por lo menos el primero que alcanzó una gran notoriedad, fue el caso Juan Guerra, y con él conocimos la figura del comisionista, aún vigente, para qué vamos a engañarnos, aunque se haya transformado y perfeccionado con el paso de los años. El comisionista era el cobrador, el que hacía de enlace entre el Gobierno y los empresarios que, a cambio de obras públicas o contratos, desviaban para el partido un porcentaje del negocio.
Con el impresionante desahogo de aquellos primeros años en que la sociedad española perdió la inocencia política, Juan Guerra, como hermano del vicepresidente del Gobierno, tenía hasta un despacho oficial en la famosa plaza de España de Sevilla donde recibía a diario a decenas o a cientos de personas. El conseguidor lo llamaban y, por esa razón, cuando estalló el escándalo de corrupción, algunos en el PSOE reaccionaron como desconcertados, sin saber muy bien qué delito se podía estar cometiendo cuando el fin teórico de aquel comisionista era financiar el partido que estaba en el Gobierno y votaban millones de personas. Y decían eso, que era importante diferenciar el destino del dinero, que robar para el partido no era robar. Tan convencido debió estar al principio el propio Felipe González, como presidente del Gobierno, que dijo aquello de “dos por el precio de uno” en el Congreso de los Diputados cuando le exigían la dimisión de su vicepresidente, Alfonso Guerra, y él amenazó con largarse también a su casa, su jugada preferida para salvar los momentos críticos.
Obviamente, el disparate de que «robar para el partido no es robar» no llegó a más y el caso Juan Guerra, para lo que sirvió, fundamentalmente, fue para que se comenzara a legislar sobre la corrupción política, con la introducción de delitos en el Código Penal que hasta entonces no existían, como el propio tráfico de influencias. También, poco a poco, se fueron reformando y perfeccionando los tipos penales porque, a medida que proliferaban los casos de corrupción, se iban detectando ciertas lagunas legales y, sobre todo, porque la tolerancia de la sociedad era cada vez menor. Podemos pensar, por ejemplo, en lo que ocurría en España en el año 2015, cuando se reformó y endureció el delito de malversación que ahora se quiere abaratar.
En el pico más agudo de la crisis financiera de 2007, cuando peor lo estaba pasando la gente, entre los recortes sucesivos y el desempleo creciente, se conocieron algunos de los grandes escándalos, como el de la trama de la Gürtel, la desvergüenza de las tarjetas black o el fraude de los ERE. Para intentar frenar la oleada creciente de indignación, se endurecieron los delitos de corrupción, como el de la malversación, para dejar claro, precisamente, que eso de que «robar para el partido no es robar» es una insolencia inaceptable en un Estado de derecho. Si la malversación se entendía como una sustracción de dinero público para el lucro personal, a partir de esa reforma de 2015, promovida por el Partido Popular, se amplió el delito a la administración desleal. Quien se beneficie o no es lo de menos, porque lo importante es que se ha dilapidado el dinero de todos. Lo esencial no es el fin de la corrupción, sino la protección del interés general, la protección de la sociedad.
Esta reforma de la malversación que propone el Gobierno de Pedro Sánchez junto a sus socios parlamentarios, fundamentalmente los independentistas catalanes, nos devuelve al marco mental de Juan Guerra, el primer escándalo. Otra vez estamos en lo mismo, que robar para el partido, como las redes clientelares del fraude de los ERE, o para financiar un referéndum de independencia, no es robar. Hasta la ministra de Defensa, que es magistrada, se ha atrevido a decirlo como lo hubieran hecho aquellos comisionistas de los años noventa que trabajaban para el partido, con el maletín en la mano, de un lado para otro, cargado de billetes. “La regulación del delito de malversación es muy desigual, porque no es lo mismo el corrupto que se lleva el dinero a su bolsillo que aquel que no se lo lleva”, dijo el otro día la ministra Robles en el programa Espejo Público.
En la deriva en que se encuentra este Gobierno, no se dan cuenta de lo que suponen esas palabras, la normalización de la corrupción institucional, que fue lo que descubrimos a partir de los años noventa del siglo pasado, cuando fueron apareciendo las tramas organizadas de comisionistas para financiar las campañas electorales. Desde Juan Guerra a Francisco Correa, siempre lo mismo: “Cuando se producía una adjudicación, los empresarios me entregaban, siempre en efectivo, el importe de la comisión, normalmente del 2 o el 3 por 100, que yo, después de deducir mi participación, trasladaba a Luis Bárcenas”, tesorero del PP, como admitió el cerebro de la Gürtel en su última confesión. El abaratamiento de las penas de malversación es un insulto a la sociedad española, que es a la que se roba, y una regresión incomprensible en la lucha contra la corrupción política. Inexplicable como la ceguera de un Gobierno de minorías que actúa con la prepotencia de aquellas mayorías absolutas que acabaron encharcadas en lodo cuando se creyeron impunes a todo. Incongruente en un presidente —otra más— que prometió tolerancia cero contra la corrupción y ha acabado justificando lo contrario.