Nicolás Redondo, EL PAÍS, 19/9/12
En París se habla bajo y no se exageran las cosas pequeñas”, decía Stendhal en su novela Rojo y Negro.Por el contrario, en nuestro querido Madrid hablamos muy alto y damos la misma importancia a las anécdotas que a cuestiones de trascendencia vital para la nación. Contemplamos cómo políticos y medios de comunicación, cierto es que en muy diferentes grados, dan la misma importancia a un estrafalario líder sindical andaluz a la búsqueda de las primeras páginas de los periódicos, que al previsible rescate de España. Nos estremecemos con igual intensidad por asuntos bien diferentes, contribuyendo de esta forma a generalizar un gran griterío que impide escuchar las ideas de los adversarios, pero también convertimos en fútiles, retos de calado para el país por miedo intelectual a enfrentarnos a la realidad. En el País Vasco, una vez que ETA ha sido obligada a ser infiel a su naturaleza, nos encontramos ante la necesidad de realizar un discurso que fortalezca las instituciones constitucionales, sin que nadie parezca preocupado por el reto político que nos amenaza más allá de las próximas elecciones, y en Cataluña, el otrora moderado nacionalismo catalán, ha dado pasos hacia el independentismo que me parecen hoy por hoy de difícil vuelta atrás, confirmado el impulso de efracción por las palabras del presidente de la Generalitat Arthur Mas: “… porque en definitiva sean voces por el pacto fiscal, por el Estado propio, por el respeto que merecemos como nación pacífica y democrática que somos…”, refiriéndose a las voces que se han oído durante la manifestación independentista celebrada el 11 de septiembre.
Sigo pensando que el mayor problema no son los nacionalistas, el problema somos nosotros, nuestra incapacidad para enfrentarnos racionalmente a los envites del nacionalismo. Su comportamiento envalentonado tiene mucho que ver con nuestra debilidad, mejor dicho, con la debilidad institucional del Estado. Pasamos de reacciones entecas a exageraciones castizas, histéricas, apasionadas. En Cataluña vamos de un Partido Popular dedicado a apoyar a CiU utilizando “pellizcos de monja” para diferenciarse de los nacionalistas, a un PSC incapaz de construir una alternativa creíble desde su papel de fámulo del nacionalismo barcelonés, siendo un ejemplo más de este comportamiento la asistencia a la manifestación de la Diada de reconocidos militantes del socialismo catalán. Y en Madrid, por su parte, oscilamos desde los que creen que hacen un favor quitando importancia política a la movilización independentista y a las enfáticas declaraciones posteriores, a los que convocan con toda la trompetería. Todo ello, con la intensidad contradictoria y suficiente para quedar exhaustos, inanes, sin hacer nada, sin pensar, a la espera de que el tiempo lo solucione o, por lo menos, imponga un olvido tranquilizante.
El tiempo nunca ha solucionado problemas de tal envergadura, al contrario, suele colaborar y contribuir a que cualquier solución sea traumática. La primera reacción, evidente para cualquiera que quiera ver, es la retirada de los apoyos parlamentarios del PP a CiU en el Parlamento catalán. Esta medida puede adelantar las elecciones catalanas pero esa decisión le corresponde a Mas. Si convocara elecciones anticipadas podemos exigir que vaya con una propuesta clara de independencia, también puede, por otro lado, decidir malvivir hasta las próximas elecciones, en las que podremos volver a exigirle transparencia y claridad cuando sean convocadas. Esta exigencia terminaría convirtiéndose en arbitraria si no la complementamos con una reivindicación igualmente exigente al PSC: la defensa de la España constitucional del 78, disminuyendo así la distancia establecida de forma oscura entre sus posiciones y las del PSOE, que es la misma, por otro lado, que mantienen con parte de su electorado. Lo peor que nos puede pasar es que ellos, los nacionalistas, sigan avanzando hacia sus inequívocas pretensiones finales y nosotros dudemos entre no hacer nada o convocar de nuevo a la trompetería.
Pero, ¿son suficientes estas exigencias dictadas por el sentido común? ¿No es posible hacer algo más? Yo creo que sí, que podemos establecer nuevas posiciones políticas. La primera y menos cuestionada sería una posición común de los grandes partidos nacionales que dejara clara su voluntad de defender la España constitucional del 78, con la misma o mayor legitimidad que arguyen los manifestantes catalanes. Hoy, están obligadas dichas fuerzas a exigir el respeto a la ley, pero también a dar cohesión política al conjunto de los españoles sin folklores dramáticos y también sin complejos. No sería un exceso que el PP y el PSOE se asociaran para responder al envite, asegurando el tratamiento justo y solidario a las pretensiones económicas catalanas, e igualmente expresar su oposición a las zonas grises, oscuras transiciones, discursos ambivalentes, en los que tan a gusto se desenvuelven los nacionalistas. El siguiente paso, alejado de estos asuntos ordinarios, es que plasmen su propuesta para la independencia política de Cataluña. Pueden pretender independizarse, pero está alejado de la mínima lógica que nos pidan ayuda y colaboración para conseguir sus objetivos.
Ahora bien, la urgencia del “problema catalán” no debe hacernos olvidar la reflexión pendiente sobre el futuro del Estado de las Autonomías. La crisis económica ha hecho visibles algunos efectos no previstos ni deseados por los padres constituyentes. En el futuro nos encontraremos probablemente un Estado, federal o no, de naturaleza compleja, de “hechos autonómicos” de diversa intensidad, sin perjudicar de manera alguna la solidaridad que define a una nación. Los responsables del gobierno pensarán que el planteamiento de tales asuntos se presenta en el momento menos idóneo y pueden pensar igualmente que carecemos de fuerza, de energía suficiente para plantear cuestiones de tal envergadura en este tiempo de crisis y empobrecimiento generalizado, por lo que no está de más recordar que hace escasamente unas décadas los problemas planteados a la sociedad española eran más numerosos y más graves, pero los pudimos resolver con gran eficacia, demostrando una energía que sorprendió a los países de nuestro entorno. En fin, volviendo a citar a Stendhal: “¿Qué empresa grande no es un extremo en el momento de emprenderla? Sólo después de realizada parece posible”.
Nicolás Redondo, EL PAÍS, 19/9/12