José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 5/6/12
La manera de enfrentarse a un desafío secesionista es aceptar su planteamiento, estar dispuesto a «poner la nación a votación». Si fuera una posibilidad reglada, los nacionalistas se tentarían la ropa antes de apelar a ella
Sea el catalán o el vasco, los nacionalismos plantean ya sin ambages la independencia de sus respectivas naciones como objetivo político aunque, eso sí, lo hacen de momento como simple amenaza al Estado para conseguir de éste un régimen estatutario privilegiado respecto al común de la morralla del “café para todos”. Si no se nos concede un nuevo estatus político dicen los vascos, o un nuevo pacto fiscal los catalanes, tendremos que ir desde ya a la ruptura secesionista. Si se nos concede, también, añaden precavidos, aunque tardaremos un poco más en exigirlo.
El uso estratégico de la amenaza secesionista para conseguir privilegios dentro de una estructura federal es sólo posible, claro está, porque el resto de los actores políticos de esa estructura, y señaladamente el gobierno central, han interiorizado que el hecho hipotético con que son confrontados es, no sólo plausible, sino altamente probable. De manera que han creado en torno a ese hecho un auténtico tabú: la idea de poner la unidad nacional española a votación de los ciudadanos es en nuestro país obscena e innombrable, y palabras comoautodeterminación nacional o referéndum de independencia exigen ser exorcizadas no bien se mencionan, blandiendo al efecto el sagrado hisopo de la Constitución.
Este artículo pretende sugerir que, muy en contra de la postura que intuitivamente adoptan los actores políticos españoles, la mejor manera de enfrentarse a un desafío secesionista serio y persistente es aceptar su propio planteamiento, es decir, estar dispuesto a poner la nación a votación. Introducir la idea de un referéndum de independencia como un seguro fracaso para la unidad española, y negarse desesperadamente por ello a aceptarlo siquiera como algo posible, es tanto como confesarse derrotado de antemano en ese debate. Quien no está dispuesto a poner su idea de nación a votación popular es porque no confía de verdad en ella, porque, como escribió Manuel Aragón, “un pueblo de hombres libres significa que esos hombres han de ser libres incluso para estar unidos o para dejar de estarlo”.
Por tanto, quienes hacen de la autodeterminación un tabú lo que en realidad hacen es regalar a los independentistas todas las bazas de prestigio en la discusión: esas que se llaman libertad, democracia, gobierno del pueblo, el ejemplo de otros países, todo queda en poder de los nacionalistas. Los demás, los “unionistas”, quedamos como antidemócratas, como miedosos, como acomplejados defensores de una nación tambaleante, como carceleros de pueblos, y demás. Sí, ya sé que esto no es así exactamente en buena doctrina democrática, pero, qué se le va a hacer, así es como quedamos en la opinión común, y eso es lo que al final cuenta. “Los hechos no atienden a razones y nos atrapan en una ratonera ideológica”, dijo al respecto hace ya tiempo Francisco J. Laporta.
Pero es que, además, es el haber adoptado esa férrea negativa lo que nos convierte en rehenes del chantaje táctico de los nacionalistas. Bastaría con admitir, tanto en el plano político como en el jurídico, que la secesión de una parte del territorio es un tema admisible para la decisión democrática y que, por tanto, su demanda puede ser planteada, discutida y decidida en nuestra democracia para que ese asunto asumiera de inmediato un nuevo aspecto. Si la secesión fuera una posibilidad reglada, los nacionalistas se tentarían la ropa antes de apelar a ella. Dicho de otra forma, la constitucionalización de la secesión tendría un efecto desincentivador de su demanda, que ahora es en gran parte retórica, insincera y chantajista.
En este punto hay que ser lo suficientemente adulto, en términos democráticos, para admitir una carencia en el sistema político territorial español, por la sencilla razón de que la vía que legalmente existe para la secesión (la reforma constitucional “fuerte” del art. 168 CE) no está al alcance de los actores políticos que la reclaman. Decir entonces que la reclamación independentista es una reivindicación legítima en nuestra democracia siempre que se haga por medios pacíficos es un flatus vocisen tanto el sistema condene esa reivindicación al terreno de lo jurídicamente imposible. El Estado de Derecho no puede cohonestarse con el principio democrático si excluye a priori la factibilidad de una reivindicación legítima, ese es un uso desviado del Derecho. Este sólo puede ayudar a que la nación siga siendo una nación … si ella lo quiere.
Y entonces, según usted, ¿qué hacemos? ¿Modificamos ya la Constitución? Creo que no, que ésa debería ser la estación término de un proceso de secesión democrática, no su comienzo; por la sencilla razón de que no tiene sentido iniciar un tan costoso proceso de reforma si no está constatada la existencia de una voluntad mayoritaria clara en el territorio afectado. Por eso, lo primero será establecer las vías para comprobar la existencia de una demanda secesionista mayoritaria seria y fundada en alguna Comunidad Autónoma y luego, sólo luego, modificar la C.E. para darle salida. Algo que se podría hacer mediante una ley nacional que se limitara a regular el asunto como un procedimiento previo a la reforma constitucional, es decir, prever en qué casos y con qué trámites debería iniciarse un proceso de reforma constitucional para excluir de España a una parte de su actual demos.
Por ejemplo, una ley podría establecer que si el Parlamento de una Comunidad solicita por una mayoría de 3/5 iniciar un proceso de comprobación de la voluntad mayoritaria sobre una eventual secesión, el Parlamento español estaría obligado a recoger esta petición y, analizados los detalles, solicitar del Gobierno la convocatoria de un referéndum de comprobación en esa Comunidad, determinando los términos de la pregunta que deberían ser claros y en forma de alternativa simple. Para dar por comprobada la voluntad secesionista se requeriría la mayoría del censo electoral, computado en cada provincia o territorio, y con exclusión automática de aquellos territorios donde no triunfara. Constatada afirmativamente esa voluntad mayoritaria, se abriría un proceso de negociación de los términos de la separación y de las garantías democráticas del nuevo Estado (señaladamente en lo que se refiere a la protección de los derechos de las minorías nacionales, que deberían ser como mínimo equivalentes a los derechos que poseyó la anterior minoría en España). Y entonces, sólo entonces, se procedería a reformar la Constitución por sus trámites (mayorías parlamentarias y referéndum de todo el pueblo español).
La ventaja de este planteamiento es que sería a la vez respetuoso con el Estado de Derecho (sería la soberanía nacional quien lo controlase y decidiese) y con el principio democrático (se ofrecería un cauce de realización a una voluntad popular concreta). Pero sobre todo, en términos políticos, la ventaja de contar con una legislación como la sugerida sería la de colocar a los nacionalistas ante sus propias responsabilidades, poniendo fin al uso estratégico de la reivindicación independentista. Quien de verdad esgrimiera esta petición tendría que hacerlo con todas sus consecuencias, porque por fin sería posible su realización. Muchos nacionalistas se encontrarían ante el abismo de que sus deseos hasta ahora románticos podrían ser de verdad hechos realidad, una realidad que sin duda es mucho menos atractiva que la ilusión de verla desde lejos como una fruta imposible. El efecto de esta legislación no sería, con toda probabilidad, una cascada de peticiones de referéndum, sino más bien su ausencia.
Y, sobre todo, quienes nos consideramos a la vez españoles y demócratas (y quedamos unos cuantos), nos veríamos liberados al defender la unidad de la nación de los desagradables epítetos que hoy nos merecemos, esos que ponen en solfa nuestra democracia y nuestra Constitución porque no puede discutirse de verdad. Y quienes además somos federalistas, nos sentiríamos más respaldados a la hora de proclamar que en un sistema federal las reglas de juego las establecen todos de consuno aunque sea en porfiada discusión, y no unos solos mediante la amenaza de irse si no se aceptan sus privilegios. Porque por fin podríamos decirles: si no están de acuerdo, váyanse. Prueben de verdad.
José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 5/6/12