Lorenzo Silva-El Correo
Partidos antaño de Estado parecen ahora empeñados en socavar el edificio
El año venía malo y nos estamos empeñando en hacerlo peor. Lo que dice la antigua sabiduría, y las fuentes son tantas que casi es innecesario mencionar alguna, es que en coyunturas de tribulación colectiva lo que se impone es aparcar para otro momento las diferencias, encontrar cimiento y asidero en lo que nos une y tratar de cohesionar a la gente frente a la adversidad. Lo que estamos viendo es justo lo contrario, pero en la reacción divisiva y conflictiva que ha desencadenado el azote pandémico en nuestro país aflora además un mal suplementario, que nos devalúa, debilita y despoja todavía más ante la amenaza.
No solo andamos a la gresca, dejándonos llevar por la fiebre pendenciera de nuestros representantes, sino que dejamos que la disensión llegue hasta el extremo de hacer saltar alegremente las costuras del traje que con tanto esfuerzo y alguna chapuza, pero también algún que otro acierto, nos hicimos entre todos unas pocas décadas atrás.
Es ese traje que adoptó la forma de una Constitución, que, aunque imperfecta y expuesta a los embates del tiempo como lo están todas, es la más funcional y eficaz que los españoles hemos acertado a darnos y sirvió para encauzar la transición a la democracia desde la dictadura y hacer honor a la herencia de la anterior constitución democrática, la republicana de 1931, que no en vano es el texto constitucional al que más se parece la de 1978, junto a la de la República Alemana.
En lo único que parecen ahora coincidir quienes ocupan nuestro espacio público es en el afán de descoserla. Ya hace años que lo intentan los partidos secesionistas, a fin de cuentas está en su ideario, que la propia Constitución ampara.
Pero este año de pandemia se han sumado a la fiesta partidos antaño de Estado, que parecen ahora empeñados en socavar el edificio. Ya sea negándose a renovar órganos constitucionales y dejándolos caducados durante más de dos años, ya realizando una gestión de la crisis sanitaria que ha puesto en entredicho el modelo de descentralización territorial. Poco importa si en el fracaso de la gestión de la segunda ola, tras la catástrofe de la primera, tiene más responsabilidad la incuria del Gobierno central o la torpe respuesta de los autonómicos. En cualquier caso, lo que la ciudadanía percibe es que el sistema no funciona e incompetencia por doquier.
También, puestos a sacudirlo todo, hay quien, justo ahora, quiere aprovechar para apretar el acelerador y amortizar al Rey. Cuesta imaginar servicio más torpe a la causa republicana.