ARCADI ESPADA-EL MUNDO
Al día siguiente de ir al estreno en el María Guerrero de Señor Ruiseñor, la última obra de Els Joglars, me encontré, ya en Barcelona, con unos amigos. Iban a cenar, y a tomar algo fuerte, precisaron. Pensé que ciertamente lo necesitaban, porque tenían un aspecto turbio y aturdido. Noté que estaban deseando que les preguntara y me contaron que venían de un acto solemne en Palacio: la entrega de las medallas de oro de la Generalidad. Empezaron a describirme la ceremonia con trazos vivos, mientras iban recuperando paulatinamente el color. Como asidua a estas hogueras sería fútil que yo te entrara ahora con demasiados detalles. Te bastará saber, por lo que explicaron, que la apoteosis llegó al exponer los méritos del currículum de la señora Carme Forcadell, premiada y en la cárcel, porque hoy aquí los delincuentes tienen medalla. Cuando su marido, que presentaba los síntomas de una alfabetización reciente, agradeció la entrega, todos los presentes –y el Ausente en primerísimo lugar: el que está en todos los lugares de Cataluña y en ninguno– se levantaron muelles y prorrumpieron en gritos, libertad, libertad. Mis amigos continuaron sentados. Pero casi se ahogan. La redundancia, el olor macerado del rito, los electrones negativos de la masa les forzaron a salir en busca de aire. Pero ahora lo lamentaban. Aparte de cierto compromiso profesional, habían ido a la ceremonia por si tenían la oportunidad de ver una exhibición del llamado Ball de la República. Su primera y hasta ahora única ejecución la habían contemplado los privilegiados que participaron en la presentación, a finales de octubre, del Consejo de la República. Entonces el aleteo cloquear de una Gallina Caponata cerró el acto y los emocionados asistentes percibieron de inmediato el sentido profundo del histórico momento gallináceo. Mis amigos lamentaban que su forzada marcha quizá les había privado de asistir al único espectáculo que, dado que no hay cojones, cuelga ahora en Cataluña el no hay billetes.
Me despedí de ellos, animándoles en lo que pude. Fue entonces, andando hacia casa y pensando en una cosa y otra, cuando entendí el potente significado de la obra de Joglars que había visto. Eran mis amigos, y no yo, los que habían presenciado una farsa. Trataré de explicártelo con mi paciencia insondable. Vaya por delante que Señor Ruiseñor no es una obra sobre Santiago Rusiñol, el diseñador del Senyor Esteve, catalán y tendero universal y autor de la disolvente El Jocs Florals de Can Prosa, pintor luminoso y personaje enorme, que si hubiera puesto toda su vida en su obra no habría panteón que lo ignorase. La última obra de Els Joglars, que es la mejor desde que el grupo se emancipó de Boadella, trata de cómo la pazguatería, la cursilería y la falta de sentido del ridículo se han apoderado de la vida pública catalana. A todo ello ha tendido el establishment catalán durante épocas distintas de su historia. No se trata de características que dé el clima, sino del resultado de los sucesivos intentos nacionalistas de compensar con la lírica la ausencia de un poder real, suficiente para llevar a cabo sus propósitos. Y es probable que nunca como en la independencia de los 8 segundos –que fue el tiempo que empleó Carles Puigdemont en proclamarla y suspenderla– esas características se hayan hecho bola generando la incurable enfermedad del estupor.
Era obligatorio tomarse el Proceso en serio. Un movimiento que ha partido en dos irreconciliables a la sociedad catalana, que ha erosionado de tal manera la democracia española y que ha acabado con un gobierno en la cárcel y más de cuatro mil empresas huidas debía encararse con todo rigor. O sea, debía someterse al trabajo imprescindible de la burla y de la sátira, tan implacables y corrosivas como lo permitiera el talento. La ridiculización puede obrar efectos más permanentes y profundos que los autos de procesamiento. Y más baratos desde cualquier punto de vista. Pero seis años de Proceso no habían provocado hasta ahora, ni en Cataluña ni en el resto de España, esa higiene imprescindible. Hay razones más o menos convencionales que explican tal ausencia. En Cataluña, porque el arte se ha convertido en una expresión directa de la política, es decir, en realismo: según la Wikipedia, el realismo catalán es el género de la modernidad que ahorma el arte a las cláusulas de la subvención. En España, porque antes fusilarían a los catalanes que se reirían de ellos.
Sin embargo, y al margen de esas condiciones, la empresa de la sátira no era técnicamente fácil. Recuerda conmigo el propósito de Valle: «Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas». Y matemática de espejo ha aplicado Els Joglars. Pero como la realidad ya venía deformada de serie la operación aplicada en Señor Ruiseñor ha sido gozosamente la inversa: transformar la realidad cóncava y devolverla a la norma clásica. Por eso, y contra el pronóstico esperpéntico, el personaje llamado a pasar por la calle del Gato, es decir, el loco que se creía Santiago Rusiñol, aparece como un perfecto burgués cuerdo, mientras el coro de burócratas procesistas toman el relevo del delirio. La obligada perversión del canon esperpéntico llega a su momento cumbre en los momentos en que Ramon Fontserè recupera a Ubú. Ahí vaga por una esquina del escenario lamentándose con amargura de que en el futuro Museo de la Identidad, que los burócratas planean una vez desahucien a Rusiñol, no vaya a haber ni un solo rastro de él. Pero Ubú ya no es aquel de hace veinte años que observaba con picardía de títere cómo sus hijos acarreaban maletas llenas de billetes (i vinga…!) Sometido al esperpento inverso ya es el hombre del traje gris, agobiado por las formalidades póstumas. Su normalidad resulta heladora. Y qué decir de la Forcadell. Pilar Sáenz es la que se encarga de desincrustrarla del espejo. Qué actriz prodigiosa, por cierto. Tanto ese retrato como el de su charnega agradecida están entre lo mejor –y es mucho– que Els Joglars habrá dado al teatro contemporáneo.
Así, después de tantos años, la compañía ha estrenado su primer montaje naturalista. La lección estética está en el principal propósito ético que debe animar la Crónica General del Proceso. No solo demostrar que esto ocurrió, como maldice Rafael Latorre (Habrá que jurar que todo esto ha ocurrido. La Esfera de los Libros) y también, aunque sin palabrotas, Juan Claudio de Ramón en su reciente Diccionario de lugares comunes de Cataluña (Deusto); no solo que ocurrió, sino que fluyó, que fluye con la absoluta naturalidad del canto de los rui(n)señores. La corriente fecal que ha dado en llamarse el Proceso ha llegado por fin al escenario, y la han traído los de siempre, los únicos cómicos catalanes con vergüenza torera. Como sucede en el escenario cuando el genio actúa, el resultado permite que el espectador perciba hasta el último detalle de la inmundicia bajo el consuelo crucial de la belleza.
Y tú, sigue ciega tu camino
A.