- La condición de un parlamento que no sirva para nada es altamente ventajosa para un aprendiz de tirano: ornamenta, legitima y no molesta. Gobernar por decreto es una auténtica delicia
Es una historia de truhanes. Jaleados por pragmáticas cónyuges que hacen correr la gorra y atesoran beneficios. Nada, si bien se mira, demasiado novedoso para el lector de los clásicos. Picaresca revenida. Sin gracia, pero idéntica en el plagio de su bellaquería. Esta vez, mundo moderno, la cosa va de dos que juegan al trágico desafío de la ruleta rusa. Va, también, de sus bien acomodadas cónyuges. Pasadoras de gorra.
El truhan de menor rango –llamémoslo ‘Truhan-B’– mueve ficha. Se siente incómodo en su papel de prófugo de la justicia. Son ya demasiados años de vida proscrita sin pisar la terreta. Aunque sea el suyo un destierro francamente lujoso. Y es que hasta los lujos aburren al hombre que añora sus butifarras patrias. Aunque eso sí, la familia quedó primorosamente al abrigo: eso tranquiliza mucho. Y la cónyuge tiene asignado sueldo fijo y saludable a costa de la institucional televisión que regentan sus subordinados.
El truhan mayor –llamémoslo ‘Truhan-A’– juega a la contra. Es lo suyo. No tiene prisa. Vive en palacio. Dispone a su arbitrio de todos cuantos atributos hubiera deseado atesorar un monarca absoluto. ¿Un parlamento que vigile y refrene sus excesos? No hay de eso. El parlamento quedó numéricamente bloqueado el día mismo en el que él se erigió en monarca de facto. Y numéricamente bloqueado seguirá mientras que de él dependa. La condición de un parlamento que no sirva para nada es altamente ventajosa para un aprendiz de tirano: ornamenta, legitima y no molesta. Gobernar por decreto es una auténtica delicia para quien, en su día, tomó su partido al asalto, colocó a su hermano en cargo meritorio, hizo del capital burdélico de su conyugal familia palanca para la catedralización de una esposa sin paso previo por doctorado ni licenciatura. Otra pasta.
El Truhan-B lanza su envite. Y, a la manera de la peli aquella de Cimino que retrataba el marasmo epilogal de un Vietnam desquiciado, desafía al ‘Truhan-A’ a un bonito duelo de ruleta rusa. Ya saben: un revólver de reglamento, una sola bala en las seis celdas del tambor. Se hace girar y comienza el juego. Al que le toque el proyectil, le vuela la cabeza. El otro jugador se queda con todo.
Pero en la ruleta rusa –recuerden la secuencia de Cimino– no hay sólo dos jugadores. La ganancia o la pérdida atraen al prolijo enjambre de los apostadores: una cabeza reventada es atractiva; un buen fajo de dólares lo es más. Y el juego empieza. Y el mundo se detiene, porque, dice el clásico que «por muy lleno de tristeza que alguien esté, si se consigue hacerle entrar en alguna diversión, lo veremos feliz durante el tiempo que esta dure». Y es gran verdad que ver volar por los aires las esquirlas del cráneo de un poderoso puede ser, entre los no tan abundantes entretenimientos de esta vida, uno de los más altos.
Pero los dos de la secuencia de Cimino van turnándose en el gatillo de un revólver cuya única bala es verdadera. Saben que uno ganará. Morirá el otro. Los dos truhanes, que nos prometen ahora magno espectáculo, saben que juegan con munición de fogueo. Ni A dejará de mover sus hilos para evitar que B sea apresado, ni B permitirá que su colega de juego A pueda verse privado del control absoluto del dinero del cual ambos viven. El círculo de los espectadores podrá seguir exaltándose. Y adorando el engaño que les hace soñar con la justa liquidación de al menos uno de los dos sinvergüenzas. Ni siquiera sospechan, los tiernos espectadores, que todo es una estafa. Otra más. Y que si alguien se atreve a proclamarla, entonces sí, entonces puede que haya una bala verdadera para la nuca de tal aguafiestas.